Como un remedio contra la desesperanza, Lorenzo acudía al telescopio y una noche, al ver al mozo, le pregunto:

—  ¿Le gustaría subir conmigo?

Con mucha paciencia le enseñó a afocar el lente hacia el cúmulo estelar. Listo como él solo, se presentó a la misma hora a la noche siguiente.

—  ¿Cómo te llamas? —inquirió Lorenzo.
—  Aristarco Samuel.
—  ¿Qué?



—  Aristarco es mi nombre, Samuel mi apellido.
—  ¿Quién te puso Aristarco?
—  No sé, a lo mejor mi papá.
—  ¿Nadie te ha dicho nunca que Aristarco de Samos fue el primer astrónomo del mundo?
—  Si, la doctora Pishmish, pero a ella no le llamó la atención que así me llamara yo.

“Si no hay astrónomos voy a entrenar a quien quiera aprender”, se dijo Lorenzo.

A lo mejor eso era hacer ciencia en un país subdesarrollado, echar mano del primero que mostrara interés, sobre todo si se llamaba Aristarco. Después de todo, también él había seguido a Erro a la azotea de la calle de Pilares equipado sólo con su emoción.

— Mira, para que la noche sea propicia a la observación debe estar sin nubes, sin bruma, sin neblina. Para que se estabilice el sistema óptico con el ambiente, tienes que abrir la cúpula antes. Fíjate, aquí está el termómetro. Para mover el telescopio utilizas esta cuerda y le apuntas a la dirección indicada. Aquí están los círculos de posición. En la mañana haremos un programa de lo que vamos a observar en la noche.

Le señaló exactamente el cuadrito de cielo a observar: “No te muevas de aquí y vamos a tomar las placas. Es igual a una fotografía.” Al día siguiente, después de revelarlas, le enseñó a cotejarlas. Ninguno tan apasionado ni tan eficaz como Aristarco Samuel.

A la noche siguiente, la luna en cuarto menguante, Lorenzo y el muchacho subieron a la torre, localizaron la estrella en la inmensidad del cielo y permanecieron tomando placas de un minuto, tres minutos, seis minutos, nueve minutos, veintisiete minutos. “Tienes que triplicar el tiempo de observación para llegar a las magnitudes más débiles.” Con una expresión de asombro indescriptible, Aristarco Samuel afocaba el telescopio a la región indicada. A pesar de sus quince años, permanecía despierto toda la noche. Tenía energía de sobra y Lorenzo le advirtió: “Vamos a trabajar sobre estrellas de alta luminosidad y tú vas a ayudarme a clasificarlas.” “Quisiera ver más lejos”, se impacientaba Aristarco. “Mi cuate, tienes que esperar a que la luz te llegue. Si tuvieras una pupila de cuatro metros de diámetro, verías cuarenta veces más que este telescopio, pero como no la tienes, vas a sacar un espectro.”

— O sea que quien dice lejano dice joven —comentó Aristarco.



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