Después de diez o quince minutos oí a una persona que pedía ayuda: “Ayúdenme, ayúdenme”. Yo también empecé a gritar “ayúdenme, ayúdenme”; seguramente se trataba de alguien que vivía en el edificio y estaba atrapado, era inútil, ni yo le podía ayudar ni él a mí, le grité: “Tranquilo, nos van a venir a sacar, no se gaste el oxígeno”. Al rato oí voces, un hombre y una mujer preguntaban “¿Hay alguien ahí?” Les contesté que yo con mi hijo pero no me oyeron y es que, como se me había roto la mandíbula, la voz no me salía clara.



Estábamos en un lugar muy pequeño, de largo no eran más de dos metros; de ancho serían cuando mucho sesenta centímetros y otros sesenta de alto. Quedé boca abajo pero con los pies podía detener la losa que teníamos encima. Era un espacio muy reducido. Cuando César mi sobrino me rescató, estuvo encima de mí tratando de zafarme el brazo porque no había lugar para que él trabajara, por eso creo que eran sesenta centímetros de ancho. Yo le decía a mi sobrino que cómo no tuvimos la suerte de quedar todos juntos, con vida, y él me contestó que en ese espacio nos hubiéramos acabado el aire entre todos. Después era una angustia pensar “Si yo hubiera abrazado también a mi hija”.

Olía a gas. A lo mejor se habían apagado los pilotos de mi estufa, a lo mejor se había caído una pared de la sala y la cocina estaba en pie, fue por eso que le pedí al niño que se arrastrara a ver si podía llegar a la cocina, que se trajera del refrigerador un jugo, un refresco, una fruta, le dije que se asomara al balcón con mucho cuidado y le gritara a la gente que allí estábamos, pero Enrique no quiso ir, y qué bueno, no hubiera podido llegar. El olor a gas desapareció al rato, o a lo mejor me acostumbré.

Hice el intento por zafar mi brazo. Había una tablas cerca de mí y me di con una tabla, me quería romper el brazo; “si lo restiro me lo puedo romper, lo puedo cortar y luego lo amarro con mi camisón para no desangrarme”, me di con el tacón de la zapatilla, con una piedra, pero nada. Me dije: “Si Dios quiso que quedara así atrapada, fue por algo, tal vez sí se derrumbó el edificio y si trato de salir, voy a perder la vida”. Quique no tenía ni un raspón y decía yo: “¡Ay, Dios mío, permíteme salir con vida, que me sienta bien, porque si llego a desfallecer mi hijo se va a quedar aquí solo, atrapado, y va a ser una muerte muy fea, tengo que aguantar”. Me quedé quieta junto a mi hijo. Sentí unas toallas en los pies, las jalé un poco pero no las alcanzaba, el niño sí se podía sentar, y le dije: “Mi amor, ve tocándome las piernas y cuando llegues a mis pies las vas a sentir”. Y me dio las toallas, acomodé una tapando el cuerpo de mi esposo para que el niño no lo tocara, otra se la puse a Quique para que se pudiera acostar y la otra me la traté de acomodar debajo de las piernas porque había muchas piedras y me lastimaba, pero no pude; tapé al niño que decía que tenía frío, aunque yo no creo que era frío; eran sus nervios. No me pidió de comer, ni agua ni nada, sólo preguntó que había pasado y le dije que había sido un temblor: “Pero van a venir a buscarnos, estate tranquilo, aquí vamos a estar los dos”. Y se quedó dormido. Dormía bastante.

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