Le sobresalía
el refajo. Desde antes de que yo empezara a ir a la escuela, por debajo
de la falda de doña Catalina, se asomaba, como buscando respirar,
un holán de encaje beige que contrastaba con las medias gruesas,
para las várices, que le cubrían las piernas. Yo aún
no me alzaba mucho del suelo, un metro veinte, a lo más, pero
me tiraba de panza cuando ella pasaba, dizque para jugar a las canicas,
a ver si podía mirar algo de aquella tela tan delicada, que no
parecía pertenecer a la misma mujer de sesenta años, que
era doña Cata.
Doña
Cata iba diario al mercado; de ida, llevaba colgando del brazo una bolsa
de plástico, a cuadros rojos y blancos, que se balanceaba de
tan vacía. Al regreso la bolsa no venía llena: un ramo
de perejil, dos zanahorias, tres huevos, un bolillo que, sin embargo,
pesaban lo suficiente para darle forma a la bolsa de plástico.
Doña
Cata compraba su mandado en el estanquillo de Hilarión, igual
que todos los del barrio,
porque era el que más fiaba:
-Luego
le pago, don Hila -le decía mi mamá.
-No
se apure, Lolita -contestaba él.
A
veces mi mamá y doña Cata se encontraban en el mercado.
Más bien no se encontraban, porque mamá le sacaba la vuelta
como si le debiera algo y ella miraba a mamá de reojo, como si
no se atreviera a cobrarle. Y es que éramos muy pobres, decía
mi mamá, cuando le pedía dinero para comprar caramelos.
Consuélate con comer frijoles, Luisito, me contestaba dándome
un pellizco suavecito en el cachete.
Mi
mamá parecía señorita, como la hermana de Polo,
mi amigo. O sea, no parecía mamá mamá, igual a
las del barrio. Ella caminaba ligerito y no era regañona, hasta
se sentaba en el suelo a jugar a las canicas con Polo y conmigo. Así
la vio una vez doña Cata. Mamá no pudo sacarle la vuelta,
nada más inclinó la cabeza, como queriéndose esconder,
pero doña Cata ni en el mundo la hizo, pasó de largo,
con el refajo de fuera. Mamá ya no pudo atinarle a la canica
y eso que iba ganando.
Quién
sabe qué le habría prestado doña Cata a mi mamá,
que se ponía tan nerviosa al encontrarse con ella, pero al mismo
tiempo le daba gusto verla, se le notaba en la mirada, que se le convertía
en un chorro de agua clara, y en la media sonrisa que no podía
disimular. Doña Cata parecía no fijarse, aunque bien que
le gustaba pasar por la casa, habiendo tantas calles, decía yo,
pensando qué habría debajo de la falda de esa mujer.
A
mamá nunca le salía el refajo porque no usaba. Viejos
pendejos, qué les importa, decía cuando don Chuy Cabrera,
el sastre de la esquina; don Pepe, el peluquero; o hasta Santos, el
sacristán, le gritaban a la pasada, mirándola de arriba
abajo: Ay Mamacita, andas a ráiz. Pero a mí me llamaba
más la atención el refajo de doña Cata, que se
había ido deshilachando.
Ya
me alzaba del suelo metro y medio y seguía jugando a las canicas.
Doña Cata también seguía yendo al mercado, sin
saludar, con su paso cada vez más lento. El día que se
cayó en la calle fui el único que corrí a ayudarle.
Déjame, muchacho, decía ella tratando de recoger los huevos
rotos y los jitomates apachurrados por su peso: había caído
de cuerpo entero encima de la bolsa. Luego se sacudió, se estiró
la falda, me dijo: Gracias, Luisito, y siguió su camino, con
la orilla del refajo deshilachado moviéndose a su paso. En el
barrio todos me decían El Pelón. Nunca entendí
por qué ella me diría Luisito, ni por qué mi mamá
lloró tanto cuando la del ocho vino a avisarnos que doña
Cata había amanecido muerta; ni por qué, desde entonces,
mamá empezó a usar refajo y dejó de trabajar de
noche, en la funeraria que estaba al lado de la cantina de don Chon,
el que cada que me veía me preguntaba: ¿Cómo va
la escuela, hijo?
Menos
entendía por qué me llamaban El Pelón, si tengo
el pelo chino y abundante, no como don Chon, que parecía bola
de billar. Mi amigo Polo tampoco entendía por qué había
sido hijo de su papá, que era carpintero, y no del presidente
de la república. Huy, Polo, yo nomás quisiera entender
por qué doña Cata enseñaba diario el refajo, como
si fuera manda, me hubiera gustado decirle; pero, en lugar de hacerlo,
le apunté a su cacalota con todas mis fuerzas y grité:
¡Chiras pelas!