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Ricardo Delgado Nogales
Medallista de oro en México, 1968
Boxeo

Le vence la emoción.
Como hace 20 años.
La voz se le comprime.
Se le enrojecen los ojos.

Porque narra Ricardo Delgado:
- Estaba en el podio pero sentía que me iba para arriba, como que mi alma se me salía del cuerpo, como si estuviera flotando. Era increíble que estuviera allí, en lo alto y que miles de personas aplaudieran y lloraran de gusto por mí... Y cuando tocaron el himno nacional e izaron nuestra bandera... ¡Ay, qué emoción!... Ya no pude más. Se me salieron las lágrimas. Después bajé y me llevaron en hombros al vestidor, donde se encontraba mi madre y allí nos fundimos en un mar de lágrimas de alegría.

Baja la vista el campeón olímpico.
Recarga la frente sobre la superficie de la mesa de madera.

Hunde la cara entre el brazo derecho, que está doblado.
Y solloza.
Le cuesta seguir. Pero lo hace:
- ¡Ay!... ¡Qué tremendo es esto!
Se recupera. Sonríe:
- Me pasa nomás cada vez que me acuerdo.
Nada más...

Enero de 1964...

Se junta, la palomilla del barrio de Azcapotzalco. Es sábado en la noche. Irá a ver una función de boxeo en los baños del Carmen, allá, en Tepito, pero viste sus mejores galas porque después de las peleas habrá una fiesta.

Ya se espera, con expectación, el combate titular, en el que está anunciado Rodolfo Martínez, éste ya famoso boxeador aficionado que tan bien pinta para el profesionalismo -el destino le depararía un título mundial: el de la categoría de peso gallo, reconocido por el Consejo Mundial de Boxeo-.
Pero, un momento:
Con un gesto de pesar en el semblante, el anunciador informa al público que el rival de Rodolfo no llegó a tiempo y que la pelea se cancela, a menos que alguien suba al ring a hacer frente al tepiteño.

¡Orale, mi Picoso, usté mero!...
El Picoso se llama Ricardo Delgado. Apodado así por su facilidad para encenderse, no obstante su carácter apacible, su permanente sonrisa, su buen humor de siempre y conocido por su gran afición al boxeo; no es peleador callejero, sino que le agrada trepar al cuadrilátero y combatir bajo ciertas reglas. Pero jamás ha sostenido una pelea en forma y mucho menos, ha enfrentado a un adversario como Rodolfo Martínez.

Le advierte la palomilla:
- ¡No se nos vaya a rajar, mi Picoso!
Ricardo:
- La gente me conocía porque en mi colonia me ponía los guantes y me movía bien en el ring. ¡Pero aquello era muy diferente!.. . Yo ya conocía a Rodolfo y sabía que era bastante bueno. Como que no, no le iba a entrar. Pero cuando ya en el vestidor me dijeron que si peleaba con él y lo vi sin camisa, así, muy flaquito, me dije a mí mismo: "cuando menos, éste no me mata". Y ora pues, sí me aviento. Venga de aí .
Me quité el tacuche y me prestaron todo. Mario González subió como mi manager. Y se anunció la pelea.

A tres rounds , como todas las de boxeo de aficionados. La gente estaba feliz; como que le agradaba que saliera un valiente al ring y sobre todo porque Rodolfo era casi invencible en ese entonces.
Empezó el combate. Yo sentía que me estaba moviendo bien, aunque lo hacía por puro instinto, porque jamás me habían enseñado cómo hacerlo. Y cuando hubo necesidad de intercambiar golpes con él, pues lo hice. En los dos primeros rounds nos metimos muy buenas trompadas, y en el tercero yo ya me estaba muriendo ¡pero de cansancio! Ya no podía ni moverme. Pero salí y otra vez nos dimos muy buenos moquetazos en esos tres últimos minutos. La gente estaba muy emocionada, en espera del veredicto... Y cuál sería mi sorpresa cuando me dieron la victoria... Sí, así gané mi primera pelea de a de veras, en un ring, con jueces y réferi y enfrentando a un extraordinario rival.

En el camerino, Mario González -quien entrenaba a un grupo de incipientes peleadores- se resistía a creerlo:

- No me estés vacilando... No me digas que nunca has ido a un gimnasio.
- No, señor, por mi madre se lo digo.
- Ni lo pienses... Ya, vente a trabajar conmigo. El lunes te espero en el gimnasio de los baños Gloria.
- Ahí nos vemos.
No sería pues, un bailarín, como se lo había propuesto.

Danzaría sobre un enlonado.

ALLA, EN LA COLONIA DEL SAPO...

Ricardo nació el 13 de julio de 1947 en una de esas oscuras calles de la colonia Del Sapo, llamada así porque era como un batracio rodeado de agua por todos lados: lagunas, pantanos, charcos, arroyuelos y ubicada allá, por el norte de la ciudad, cercana a los Indios Verdes.

Su padre don Pedro Delgado, fue quien le inculcó el interés por el boxeo ya que en sus juventudes, también lo practicó a nivel amateur, aunque nunca tuvo oportunidad de destacar. Para mantener a su familia, don Pedro vendía revistas usadas. Por supuesto, la situación económica era angustiosa. A pesar de eso, Ricardo cursó la primaria en una escuela ubicada en su propia colonia. Y contra lo que pudiera suponerse, vivió una infancia feliz, dueño de la joya más preciada de cualquier chiquillo de su edad: la amistad de muchos camaradas. Juntos pasaban las calurosas tardes allá, por la Laguna, donde acudían a nadar.

Hasta que...

Ricardo:

- Nos íbamos a jugar a la Laguna, que estaba al lado de los Indios Verdes -donde ahora se yergue la unidad habitacional CTM-, en la salida a Pachuca. En realidad, más que una laguna era un pantano insalubre, pero en los meses calurosos ahí nos reuníamos todos los chiquillos de la zona y a nadar, no faltaba más. Pero un día, un chamaco como de unos 13 años se lanzó un clavado desde un árbol que estaba por ahí. Todos lo vimos echarse. Pero nunca lo vimos salir. Seguramente quedó clavado en el fango o enredado entre las raíces de aquel árbol caído. Salimos corriendo por ayuda y luego, luego se organizó la búsqueda, pero jamás lo encontramos. Nunca más volvimos a ir a la Laguna.

Desde ese entonces era, Ricardo, el Picoso. Lo fue desde los siete años, ya entusiasta organizador de "funciones boxísticas": peleaban los chiquillos, con guantes de vinil y sobre un cuadrado que trazaban surcando con los dedos la calle terregosa. Había un réferi y dos jueces.

Las "divisiones" no correspondían al peso, sino a la estatura de los contendientes.
Era invencible el Picoso en aquellos encuentros.
Boxeaba sobre piernas. Sus golpes, sin ser tan fuertes, eran en cambio muy certeros.

Así sucedió siempre con Ricardo Delgado.
Esas fueron sus armas, tan naturales como él mismo, en aquella improvisada presentación en el boxeo amateur.
Y eso fue lo que atrajo de él a Mario González.
Después de un par de meses, en los que el entrenador se dedicó a afinar detalles técnicos a mejorar la preparación física de su nuevo pupilo, inscribió a Ricardo en los Sextos Juegos Deportivos del Distrito Federal.

Ricardo:
En esos juegos obtuve mi primer campeonato. En la final derroté a Fernando Blanco, un muchacho durísimo y con mayor experiencia que yo. De ahí en adelante comencé a ganar títulos en la capital.
No sería sino obvia su inclusión en el equipo del Distrito Federal en el campeonato nacional efectuado en Toluca, en ese mismo 1964. Y lo ganó.

Ricardo:
- No me acuerdo a quién vencí en la final, pero sí que fue la primera ocasión en que tuve el privilegio de saludar a un presidente de la República. Esa noche, don Adolfo López Mateos presenció toda la función y después subió al ring para premiar a los triunfadores. Nos entregó unos trofeos muy bonitos.

Y partió hacia una fructífera carrera en esos tres años previos a los Juegos Olímpicos de México 68:

Volvió a ser campeón nacional mosca en 65 y 66 y subcampeón en 67; además, triunfó en las tres Semanas Deportivas Internacionales. Participó, asimismo, en varias giras de fogueo a Estados Unidos y a Europa, donde disputó los más importantes torneos: los de la Unión Soviética, Polonia, Checoslovaquia y Alemania Oriental.

Ricardo:
- Logré un récord muy aceptable antes de los Juegos Olímpicos: 125 peleas ganadas y sólo cuatro perdidas. Estas fueron ante el cubano Luis Sessé, en la final de los Centroamericanos y del Caribe 1966, en San Juan; dos en 1967: aquella final del campeonato nacional, ante Roberto Cervantes y la otra frente al panameño Orlando Amores -quien llegaría a ser campeón mundial mosca en el boxeo de paga- y finalmente, una decisión muy apretada contra el polaco Olech en Varsovia, en 1968.

No obstante los números, impresionantes, los entrenadores polacos -Enrique Nowara y Casimiro Mazek- del equipo olímpico de boxeo, insistían en que fuese Roberto Cervantes el peso mosca de nuestra escuadra. Para salir de dudas decidieron que Cervantes y Delgado se enfrentaran en un par de peleas eliminatorias. Ricardo ganó las dos. Y los europeos, pese a su escepticismo, tuvieron que aceptar que fuese él el peso mosca del equipo y que Cervantes peleara en gallo.

Ricardo:
- Nowara y Mazek hicieron un gran trabajo. Se adaptaron a nosotros y de acuerdo con nuestras características, nos imbuyeron un boxeo rapidito, muy veloz y malicioso. Nosotros lo interpretamos y se formó un gran equipo que dio cuatro medallas olímpicas porque, además de todo lo ahora señalado, tuvimos mucho apoyo, un gran fogueo y por encima de todo, cada peleador tenía el compromiso, consigo mismo, de buscar una medalla a como diera lugar... Yo, por mi parte, tenía un sueño que se repetía a cada rato: me soñaba después de ganar la final, con el brazo en alto.

Aquellos amantes de la estadística investigarán si lo hecho por Ricardo constituye una marca olímpica. Pero, mientras tanto, consignemos aquí que el Picoso ganó todos sus combates por unánime decisión de los cinco jueces:

El 17 de octubre, al irlandés Arthur McCarthy; un día después, al japonés Tetsuaki Nakarnura y el 24 al brasileño Santos Servilio de Oliveira. Y ya. A la final. A la esperada final: la revancha con el polaco Arthur Olech, aquel que lo había vencido mediante controvertida decisión, en Varsovia.

Ricardo:
- Cuando pasaron las semifinales y supe que mi último rival sería el polaco, no sé, como que me entró una gran confianza y me dije: "la medalla será mía". ¿Por qué?... Porque en el torneo de Varsovia lo derroté con toda claridad, pero los jueces me robaron la pelea. Por eso yo sentía que ahora, en México y con jueces olímpicos, no habría trampas y la victoria me correspondería.
26 de octubre. Noche sin mañana.
Noche de futuro dorado... 0 gran amargura que, en ocasiones, una medalla de plata no aparta de un ser humano.
Noche de lleno total en la Arena México.
Tanta gente dentro de ella como fuera de ella.

Ricardo:
Nunca en mi vida había visto tanto público en una arena. Era como un mar de gente la que quería entrar a toda costa para ver las finales. Toño Roldán y yo estábamos en el cartel y representábamos la última oportunidad de que deportistas mexicanos alcanzaran medallas de oro en nuestros Juegos Olímpicos. La gente estaba excitada.

- ¿Y usted?

- ¿Yo?... ¡muriéndome de nervios! Fue la primera vez que temblé en mi vida. No me sucedió ni siquiera en aquella pelea con Rodolfo Martínez. Sentía que las piernas no me sostenían. No las podía controlar. Nowara me tranquilizó: me dijo que me moviera, que brincara, que me calentara. Poco a poco me fui asentando y empecé a motivarme, a pensar en la medalla.

- ¡Listos!- gritaron en la puerta del vestidor.
Ricardo avanzó lentamente hacia el cuadrilátero.
El estruendo saludó su presencia.
Gritos. Porras. Entusiasmo exacerbado.
- ¡ Fight !-, ordenó el hombre de blanco sobre el ring.
La pelea fue una película que se repitió tres veces, durante tres minutos, con uno de descanso entre las dos últimas proyecciones:

Ricardo impuso su distancia desde el primer instante. Su jab de izquierda delineó las fronteras. Su juego de piernas le permitió estar en todo momento, lejos del alcance de los puños del peleador europeo quien, por otra parte, opuso la tradicional combatividad de los púgiles del Viejo Continente. Fue el clásico duelo de boxeador contra fajador. A las limpias y briosas ofensivas de Olech, Delgado respondió con una fina esgrima a base, sobre todo, de mano izquierda y de un preciso estilo de entrar y salir: golpear y abandonar la zona de fuego. No arriesgó en ningún momento. No había razón para ello.

Ricardo:

- Empecé a moverme, a pelear en mi estilo: entrar y salir, manejando la izquierda. Olech intentaba ganar con su agresividad, con su combate en la distancia corta, tirando golpes desde todos los ángulos. El primer round no tuvo mucha acción; mejoró el segundo y fue superior el tercero. La pureza del boxeo en su mejor forma: él atacando y yo defendiéndome y contraatacando. La decisión de los jueces fue unánime: 5.0 a mi favor... ¡Los cinco me vieron ganador y con ello obtenía la medalla de oro!

Al fin, el boxeo mexicano, perenne conquistador de preseas olímpicas, alcanzaba la que se destina al campeón.

Una descarga de emoción cimbró al público.

El alarido fue de veinte mil gargantas.
Y de muchos el llanto.
Como éste, de madre e hijo fundidos en un abrazo.

Ricardo:
- Aquella noche no pude dormir. Nada más pensaba en lo que sería el resto de mi vida: el gran placer, el gran orgullo de haber representado dignamente a México en aquella Olimpiada tan importante para nosotros; saber que a partir de ese día yo era ya parte de la historia Olímpica.

Vinieron las fiestas. Los homenajes. Los reconocimientos.
El entonces presidente Gustavo Díaz Ordaz invitó a los boxeadores a un desayuno y les obsequió un fino reloj de oro, un juego de plumas y lo más importante para Ricardo: una casa, la que ahora habita su madre, doña Fidelina Nogales de Delgado, en la Unidad Aragón.
- ¿Y después?
Ricardo:
- Después, al regresar a la realidad: la gloria deportiva nadie te la quita, pero tampoco te da riqueza, o la seguridad de una vida mejor. Por decirlo llanamente: una medalla no te da para comer. Sobre todo a deportistas que, como en mi caso, venimos de un medio humilde y no contamos con el respaldo de un familiar o de una situación económica siquiera regular. Deportistas que hacemos a un lado estudios o trabajo, con tal de entregarnos a una ilusión.
Así que, obligado por esas circunstancias, Ricardo Delgado tuvo que abandonar el boxeo de aficionados e ingresar al profesional.

Ricardo:
- No había de otra. Tenía, varias ofertas.
Me decidí por trabajar con Adolfo Negro Pérez, manager de Vicente Saldívar, quien como yo, había ido a una Olimpiada -Roma, 1960 y era campeón mundial, con fama y dinero. Además, me gustaba la disciplina que don Adolfo imponía. Sería después cuando yo descubriría que el gran secreto del boxeo profesional radica en la visión, en las relaciones que tengan los managers.
Debutó en Los Ángeles y con mucho éxito: noqueó en cuatro rounds al coreano Woori Moo Huk.

TODA UNA MAFIA

Pero, después de un par de peleas y en un desmedido afán por encumbrarlo rápidamente, fue llevado a un compromiso que acabó con muchas de sus posibilidades de escalar mejores posiciones.

Explica Ricardo:

- De hecho yo estaba en etapa de aprendizaje, de adaptación al boxeo profesional, cuando me enfrentaron con el brasileño Heleno Ferreyra, un tipo muy rudo, muy difícil; era, como dicen por ahí, toda una chucha cuerera. Le gané, en la arena Coliseo, por decisión técnica pero, prácticamente, ahí me acabé. Físicamente ya no di más. El esfuerzo por vencer fue increíble. No sé ni cómo terminé esa pelea, pero para mí fue el acabose. Jamás pude recuperarme del esfuerzo por vencer a ese tipo, marrullero, que pegaba con codos y cabeza, que abrazaba, que huía, que atropellaba... Un enemigo temible para cualquiera.
- Se advierte, Ricardo, por el tono de su voz, por sus expresiones, que es ésta una etapa de su vida que no le gusta recordar.
- No tanto. No le guardo rencor. La veo igual que a otras profesiones, que a otros deportes. No porque me haya ido mal echaré pestes, pero sí digo convencido de que mientras el boxeo profesional es un espectáculo a base del dolor humano, el boxeo amateur es un arte.
Ricardo continuó avanzando en su carrera y de pronto, se instaló en la antesala del título mundial mosca.

Sucedió así:
- Se concertó una pelea contra Lorenzo Halimi Gutiérrez; combate eliminatorio en Los Ángeles, a doce rounds : quien ganara se enfrentaría con el campeón mundial, el japonés Masao Oliba. La pelea fue dura, muy dura, porque Lorenzo boxeaba muy bien y golpeaba fuerte, pero la gané. Fue entonces cuando descubrí que el boxeo profesional es toda una mafia, porque no obstante que el vencedor fui yo, nunca me dieron la oportunidad de pelear por el título. Nadie obligó al promotor George Parnassus a cumplir su palabra y claro, porque el griego era muy amigo del Cuyo Hernández -manager del Halimi-, pero no del Negro Pérez... ¿Qué hubiera pasado si Halimi gana? Seguramente él sí hubiera recibido la oportunidad. Incluso, no vayamos más lejos: un día, el Cuyo me dijo: "¿ya lo ves?... Si te hubieras ido conmigo, como te lo pedí, yo te hubiera hecho campeón del mundo". Pues sí, señor, tal vez... Pero no me arrepiento", le respondí.

Ricardo comprendió que aquella oportunidad prometida jamás llegaría y poco después optó por retirarse del boxeo de paga...

Y a empezar, otra vez.
A partir de cero.
Con nuevas responsabilidades, además, porque Ricardo contrae nupcias en 1974 con Margarita Enríquez y dos años después ya Ricardo junior viene en camino. Y no hay trabajo.

Así que Ricardo decide ir hasta lo más alto. Intenta hablar personalmente con el entonces presidente José López Portillo. Pero lo más que obtiene es una carta de recomendación para el ingeniero Jorge Díaz Serrano, quien ocupaba la dirección de PEMEX. Y se produjo la entrevista con él.

Ricardo:
- Pero el ingeniero, a su vez, me mandó con un subdirector y éste con otro y luego aquel con otro más y así, así para abajo hasta llegar al jefe del departamento de incendios donde, por fin, me dieron una chamba.
Ricardo percibe el sueldo mínimo en PEMEX. Y otro tanto por trabajar en las tarde como instructor de boxeo en el Deportivo Guelatao.

Dice, sonriente:
- La situación fue tan difícil, que mi esposa y yo de plano preferimos esperar a que se mejorara para tener más familia. Por eso entre Ricardo y Elizabeth (11 y 4) hay siete años de diferencia. Y le paramos con Edgar, que ahora tiene dos añitos. Yo trabajo todo el día como un burro y por las noches todavía voy a la escuela...

- ¿A la escuela, Ricardo?
Responde con orgullo:
- Sí, ¡acabo de terminar la secundaria! Y ya empecé la preparatoria. Pasaron dos cosas que me animaron a hacerlo: la primera, que en son de broma, cuando les platicaba a mis amigos todo lo que tengo que hacer para vivir, ellos me decían: "¿ya lo ves?... Por no estudiar, mano". Al principio yo les respondía: "¿y cómo podía hacerlo, si le entregué gran parte de mi vida al deporte, si conquisté una medalla de oro para mi país?". Pero después, en la soledad, reflexionaba y decía que eso no podía ser. Yo tenía que mejorar. La segunda: mi hijo fue creciendo y cada día era más difícil para mí ayudarlo en sus tareas escolares. Me di cuenta de que mi incultura era terrible, así que me decidí y ya treintón que me meto a la secundaria, a continuar con mis estudios. Al principio, sí, me daba pena: semejante grandulón entre tanto chiquillo, pero después ya ni me acordaba. Ahora voy por la prepa; cuando la acabe me gustaría estudiar Derecho.

Reflexiona Ricardo:
- De otra manera estaría frito porque a ver: ¿quién te auxilia? ¿quién te tiende la mano desinteresadamente?... ¡Nadie!

UN ORO REPELENTE A LADRONES

En cierta ocasión y cumplido un compromiso social, Ricardo y su familia regresaron a casa ya en horas de la madrugada. Y descubrieron, con pesar, que habían sido robados.

Ricardo:
- Me dio un vuelco el corazón: ¡mi medalla!... Se llevaron aquel Rolex que me regalaron en el 68, algunas joyitas de mi esposa y varias chucherías más. Pero ahí estaba ¡ahí estaba mi medalla! Los ladrones la vieron tan fea, que no se la llevaron. Y es que como la medalla no es de oro puro, sino que nomás tiene una bañadita, de cuando en cuando hay que llevarla al joyero para que vuelva a dejarla como nueva. Y los ladrones nos robaron justo un día antes de que le tocara baño. Era, en ese momento, un oro repelente a ladrones.
Muestra la presea, dorada, flamante.
La ve con veneración.

La acaricia. La besa. La oprime contra su pecho. Y dice:

- Esta medalla es un pedazo de México; quizá microscópico, pero es de México... Para uno, es una pieza simbólica, la constancia de un triunfo. Por eso aquella vez que creí que me la habían robado, me puse a reflexionar sobre su verdadero significado' 'y entonces me di cuenta de que la verdadera medalla, no importa si es de oro, de plata o de bronce, va pegada a nuestra piel, la tenemos en el corazón; se Irá con nosotros a la tumba.

Una tarde en el gimnasio de boxeo del deportivo Guelatao.

En pleno corazón de Tepito.

Afuera se produce la lucha cotidiana, a muerte, contra la miseria. Unos pelean con toda su alma; otros muestran, sin pudor, los efectos de la derrota. Pero aquí, en el interior del modesto recinto de amplios ventanales, muchos de los nuevos hijos del barrio bravío inician el largo camino en el deporte que desde pequeños, en las ardorosas callejuelas, es para ellos un medio de sobrevivencia.

Un grupo atiende las indicaciones de este instructor, no muy alto y tan delgado como su apellido, que abre el arcón de los conocimientos y los reparte generosamente entre quienes le miran con muda latría.

El perfila aquella su conocida guardia.
- Así, así -les dice-. El compás de las piernas es el siguiente...
Luego va con otros.
- No, no, así no se tira el gancho. Fíjate bien...

El instructor se llama Ricardo Delgado.
Fue campeón olímpico.

Ricardo:
Estoy en lo mío. Soy entrenador. Doy clases. Darme este trabajo fue como inyectarme vitaminas: me reanimaron totalmente. Cuando empecé tardaron un poco en pagarme, pero en realidad y aunque necesitaba de los centavos, eso no me importaba mucho. Venía y enseñaba, como lo hago ahora, a los jovencitos, a estos chamacos que no están maleados, los secretos del boxeo amateur. Trato de mostrarles lo más valioso que aprendí en mis seis años como peleador aficionado: que el boxeo es, realmente, un arte; el arte de quitarse los golpes y pelear. He puesto énfasis en esto porque en nuestro medio muchos entrenadores actúan al revés: de inmediato ponen a los chamacos a darse de golpes y luego, luego se los acaban.

Habla Ricardo de los secretos del boxeo:

Hay que empezar desde lo más elemental: aprender a caminar, saber pararse en el ring. Después vendrá el manejo de la derecha...luego de la izquierda, las combinaciones de rigor y finalmente, lo más avanzado: las técnicas para esquivar los golpes y lanzar el contraataque.

Y habla, también, de los problemas:

- Lo malo es que, por la situación actual y a diferencia de lo que ocurría hace algunos años, un boxeador con facultades tiene que decidirse entre seguir aprendiendo o irse a trabajar. Y así es difícil retenerlo. Por eso estoy seguro de que con un poco de apoyo e interés de los dirigentes, los gimnasios se llenarían de muchachos que buscarían la oportunidad de representar a nuestro país, como nosotros lo hicimos, en las más importantes competiciones... En lo particular, yo sería muy feliz si algún día pudiera estar en una esquina con mi selección de boxeadores en unos Juegos Olímpicos. Sería maravilloso; sería como estar nuevamente en el ring luchando por conquistar una, medalla para México.

Vuelven a nublarse los vivaces ojillos.

Una sonrisa nostálgica se dibuja en los labios del medallista.

Se disculpa:

- Perdón... Sigo siendo muy sentimental.

Y le tiembla la voz como cuando, hace unas horas, comenzó la charla:

- Han pasado ya 22 años, pero aunque me emociona y me perturba, el momento olímpico es algo que me gusta recordar. Son instantes que, cuando se reviven, tocan las partes más sensibles del ser humano y uno se emociona. Porque son todo un cúmulo de experiencias. Aquellas que forjaron toda una vida y que le hicieron comprender a uno que no hay meta que sea irrealizable. Por eso me río: ¿tengo que trabajar mucho? ¡Trabajo! ¿Tengo que ir a la escuela? ¡Voy! ¿Tengo que enseñar lo aprendido? ¡Lo hago! Porque el deporte me enseñó que el ser humano no tiene más límites que los que él mismo se fije. Y cumplir con uno mismo, con su país, es lo más hermoso. Entonces, como que uno ya se puede ir muy tranquilo... Su paso por la vida ha sido justificado.

Fuente:

Medallistas Olímpicos mexicanos.
Comisión nacional del Deporte. Portal: Actívate ya.
Enero de 2004.

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