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Juan Paredes Miranda
Medallista de bronce
Boxeo
Montreal 1976

Montreal, 26 de julio de 1976. No será una pelea más la de esta noche.

Ni será, el coreano Chung-Ho Kil, el único adversario.

El representará, en esta ocasión sin par, aquellos incontables rivales de toda la vida.

Pelear con él será pelear contra el hambre...

Contra la miseria...

Contra la marginación.

Contra el rencor propio...

Contra la amargura de una infancia infeliz...

Contra su mismo barrio. .

Contra todos aquellos que lo retaron ...

Contra todos aquellos que le llamaban muerto de hambre.

Contra la adversidad ...

Contra la injusticia ...

Contra la desigualdad ...

Peleará Juan Paredes por la única y gran oportunidad de, por fin, ser alguien en la vida; por justificar, ante sí mismo, su propia existencia.

Pensaba en todo ello cuando vio aquellos ojos rasgados que lo miraban fijamente desde el otro lado del cuadrilátero.

Y renació en él la rebeldía de la infancia primera.

Ya ansiaba oír el teñido dela campana.

Porque esa sería su noche.

Lo fue.

Ya. El gong. Que la acción supla a los pensamientos.

Primer round. .

Paredes. . .

- De acuerdo con las instrucciones recibidas en mi esquina, empecé marcando la distancian con el láb de izquierda y con mi movimiento de piernas. Fue un típico round de estudio. El trataba de entrar, pero yo lo contenía bien. Y se advertía que algo estaba sucediendo, más allá de todas las tácticas: él se venía frenado en sus deseos. Y yo, la verdad, pues también. Quería pelear con él. Enfrentarlo. Acabarlo. Eran como cien enemigos a la vez los que yo tenía ante mí y una sola la oportunidad de vencerlos. Si perdía, sería como la muerte. Mis impulsos, aquellos tan arrebatados, me pedían que fuera al frente; que combatiera hasta vencer.

Segundo y tercer rounds...

Paredes:

- No pudimos más. Había mucho en juego. Lo principal, yo creo, nuestros propios temperamentos. El combate, entonces, se convirtió en una pelea de verdad. A él ya no le importaron mis golpes al entrar y yo procuré dar muy pocos pasos hacia atrás. La acción se volvió frenética. Nos dimos a llenar. Era muy bravo el coreanito, incapaz de rajarse. Ahí estaba, sobre mí, a pesar de que cada vez que entraba, yo le recibía con poderosos cruzados de derecha y luego buscaba los ganchos de izquierda a los bajos. El no sólo aguantaba, sino que tenía fuerza para responder, sobre todo con golpes volados. La gente nos aplaudió a rabiar. Y fue nuestra recompensa primera. Pero para uno de los dos sería la única. Y era extraño: yo sentía que había ganado, pero que igual le podían dar a él la decisión y estaba, a la vez, seguro de que por su mente pasaban los mismos pensamientos. Los dos teníamos razón, porque la pelea había sido muy cerrada. Prueba de ello es que tres jueces me vieron ganar a mí y dos a él.

Se anuncia al vencedor de la pelea.

El réferi levanta el brazo del moreno combatiente.

Paredes:

-Y yo allí, sintiendo tan bonito todo aquello... En esos momentos como que uno se queda atónito. Mil recuerdos te vienen a la mente y sólo el ruido que hace la gente que te quiere, como fue el caso de mis compañeros y otros deportistas mexicanos que estaban en la arena, te devuelven a tu realidad. Yo como que quería que el réferi mantuviera por mucho tiempo mi brazo en alto.

Juan Paredes era ya, en ese instante, un medallista olímpico.

Había asegurado, cuando menos, la medalla de bronce en la división pluma del torneo boxístico de los juegos de la vigésimo primera Olimpiada.

El, a quien hacía apenas un mes nadie concedía la menor oportunidad de competir en Montreal. Se había decidido que serían sólo tres los peleadores mexicanos en esa justa y eran Ernesto Ríos, Arturo Uruzquieta y Nicolás Arredondo los elegidos.

Cuatro días después de aquella victoria, el 30 de julio, Juan Paredes subió al podio de vencedores.

Una medalla de bronce pendió de su pecho.

Y la bandera mexicana fue izada, junto con otras dos.

Paredes:

- Nomás te digo que el corazón como que se me inflamaba de puro gusto. Y sentí un gran amor por mi país; algo que jamás había sentido yo, tan renegado, tan lleno de rencores. En ese momento comprendí lo que significaba para mí ser mexicano y lo que era el orgullo de regresar con una medalla ganada en nombre de México. La verdad, creo que llegué muy alto; fue mucho para mí ya que era un boxeador con muy poca experiencia internacional, no obstante mi edad -23 años-.

¿Medalla de oro? ¿De plata?

La posibilidad de disputar la final había sido, de hecho, descartada. Un frío análisis de la realidad hizo comprender al grupo que representaba al boxeo mexicano que la medalla de bronce colmaba todas sus aspiraciones.

Porque no era sólo el rival lo que preocupaba. Y éste era nada menos que el cubano, el veteranísimo cubano Angel Herrera, gran peleador que hizo buenos todos los vaticinios y alcanzó la medalla de oro. No, no era sólo él; había algo más.

Lo narra Paredes:

- Desde que llegamos a Montreal empecé a sentir molestias en un diente, pero no le dí importancia. Conforme fue avanzando el torneo, el dolor se hizo más intenso. Y cuando le gané al coreano, no pude ni festejar el triunfo por que ese diente era mi infierno personal.

Tenía un absceso que me impedía comer y como no me podían dar medicinas porque corría el peligro de que me consideraran dopado, me tuve que aguantar a lo puro macho. Fue un médico alemán quien me curó así, a lo canijo, sin anestesia. Me dolió mucho, pero fue sin duda un gran trabajo porque si no me cura, de plano no hubiera podido pelear. Tenía la boca hinchad Lo único que hice fue dormir por la tarde, tras dos noches de insomnio por el dolor.

Aquel combate semifinal no representó un gran esfuerzo para el experimentado púgil antillano.

Paredes:

- Subí muy débil, pero eso no es una excusa. Era mucho mi amor propio y quise intentar lo imposible: pelear así y buscar un golpe que inclinara el choque a mi favor. Pero Herrera supo evitarlo en todo momento. Me ganó bien, con toda claridad. Su experiencia era infinitamente superior a la mía. Mientras él tenía cerca de cien combates internacionales, yo apenas andaba por los cinco.

- ¿Cómo, Juan, cómo llegó al boxeo?

- ¿Le digo la verdad?... ¡para matar el hambre!

Y narra el medallista olímpico una larga historia que comienza allá, en el año de 1953 -nació el 29 de febrero- en el populoso barrio de Las Salinas, en Azcapotzalco.

Historia similar a la de muchísimos boxeadores:

Carencia hasta de lo elemental.

Privaciones.

Sufrimientos.

Hambre. Hambre de todo.

Mañanas y tardes que transcurrían entre ardorosos pleitos en las polvosas calles.

Paredes:

- Allí en el barrio, a trompones, me desquitaba de la vida. Golpeando mostraba mi coraje por lo que se me negaba a diario.

Es el mayor de una nutrida familia de trece hermanos.

Y el más agresivo.

Paredes:

- Ahora comprendo que en ese entonces yo era demasiado impulsivo. Pero es que no tenía nada. Y me rebelaba y la mejor forma de sacarme todo lo que traía adentro era peleando. Me decían el Chivo porque así, flaco y malcomido, me le dejaba ir a cualquiera sin abrirme jamás. La verdad era que pegaba muy duro. Nadie que me viera así, todo desgarbado, podía imaginar de lo que yo era capaz en una pelea. ¿Que por qué era así? La respuesta a esa pregunta, que me hice tantas veces, vino muchos años después: tenía un enorme deseo de sobresalir, de ser alguien... No quería ser señalado en el barrio como el muerto de hambre; quería que, a pesar de que no tenía nada, me respetaran y me admiraran; quería hacer sentir mi presencia, ser líder, el ídolo de la flota...

Su padre, don Juan Paredes Díaz, trabajaba como chofer en una línea urbana y obviamente, su salario alcanzaba apenas para cubrir las necesidades elementales de la numerosa familia que, por otra parte, crecía año con año.

Y si durante once meses Juan y sus hermanos podían resistir la situación, todo cambiaba al llegar las que ellos llamaban "semanas trágicas": las comprendidas entre el 24 de diciembre y el 6 de enero.

Paredes:

- Como yo era el más grande, pues a mí no me tocaba regalo alguno. Los pocos, los poquísimos que habían en mi casa, eran para mis hermanos menores. Las de Navidad y de los Santos Reyes eran noches tremendas, de mucho sufrir, de mucha rabia... Al día siguiente salía y me encontraba a mis cuates allí, que con su carrito, una pelota, canicas, un cochecito o cuando a alguno le iba bien, unos patines o una bicicleta. Y me preguntaba: "¿por qué yo no?... ¿Por qué a mí no?..." Por supuesto que no encontraba respuesta. Y por eso me. rebelaba y ya andaba buscando camorra.

José Rodríguez, el Tomate, describe rápidamente a aquel que fuera su compañero de la infancia:

Era hábil con los puños y valiente a carta cabal. Nomás no se le rajaba a nadie.

Tenía que llegar el boxeo a su vida. Era irremediable.

Sobre todo porque dos de sus tíos -Alberto y Alfonso Miranda- ambos peleadores profesionales, le invitaban frecuentemente a que encauzara su agresividad hacia el boxeo organizado.

Y además porque allí estaba Jesús Mosqueda, también púgil profesional, quien era el ídolo del barrio.

Un día pues y sin saber a ciencia cierta por qué lo había hecho, Juan Paredes se encontraba bien adentro de¡ gimnasio Santo Domingo, de la colonia Pro-Hogar. José Luis Tejón Contreras fue su primer instructor.

Tenía, el futuro medallista, apenas quince años de edad.

Y carecía de la obligada disciplina a la que obliga esta rígida especialidad deportiva.

En consecuencia, pasaron los meses y también los años y Juan Paredes no podía debutar en el boxeo amateur.

Hasta que un día...

- Fue el 9 de mayo de 1971, ¿cómo olvidarlo?... Ese día acompañé al Tejón a una función en una arenita en San Cristóbal Ecatepec. De repente, así nomás, me dijo:. "Bueno, mi cuate, ahora sigues tú". Me prestó un uniforme y me trepó al ring. Me enfrenté a Agustín Morales, que era un buen peleador, peso pluma como yo. Lo puse fuera de combate en el tercer round. Esa victoria fue muy significativa para mí, porque a partir de ese momento empecé a tomar en serio el deporte. Me preocupé por entrenar, por ser constante y disciplinado.

Y su carrera fue en ascenso:

En 1972 obtuvo el título en un torneo interbarrios y después, se coronó en Azcapotzalco. En mayo de 1973 contrajo matrimonio con doña Virginia Hernández -son padres de tres hijos: Erika, Juan y Fernando- y posteriormente fue campeón del Distrito Federal que le permitió la oportunidad de competir -enero de 74- en un torneo boxístico de barrios, en San Francisco, California, en el que también alcanzó el primer lugar. Ese mismo año conquistó el campeonato del torneo organizado por el diario El Heraldo. En la final se ¡mpuso nada menos que a Daniel Evangelista

Ya los dirigentes del boxeo nacional de aficionados se habían fijado en él.

Y a finales de 1974, ingresó al Centro deportivo Olímpico Mexicano, como preseleccionado nacional en el equipo de boxeo. En las postrimerías de ese año fue escogido para pelear en el campeonato Centroamericano y del ribe -Guatemala-, donde ocupó el cuarto lugar.

Pasa un año.

Y ya estamos en los primeros meses de 1976, año olímpico, año de los Juegos en Montreal. Y, Paredes lo recuerda bien, en una calurosa mañana de marzo el grupo de boxeo fue reunido en el gimnasio. Entonces, los entrenadores -el búlgaro Stavri Bachvarov y Salvador Moreno- les hicieron el anuncio que acabaría con muchas ilusiones: "Las autoridades del Comité Olímpico Mexicano nos han hecho saber que sólo tres boxeadores serán seleccionados para competir en Montreal". Todo mundo sabía los nombres: Ernesto Ríos, Arturo Uruzquieta y Nicolás Arredondo.

Paredes:

- Cuando nos dijeron aquello, muchos del equipo se desanimaron. Varios desertaron, otros se retiraron de¡ boxeo, algunos más ingresaron al profesionalismo... Pero otros, como yo, nos quedamos. Yo seguí, a pesar de mis dudas, sostenido por dos razones poderosas: ir a unos Juegos Olímpicos se había convertido en mi máxima ilusión y por otra parte, me dí cuenta de que jamás en mi vida había estado tan bien como en el CDOM. Ya no tenía hambre, ya no tenía enemigos sino puros cuates y sobre todo, ya no tenía rencores, sino ilusiones. Eso había hecho el deporte, a través del boxeo, por mí. Además, me daban una ayuda económica que, aunque pequeña, de mucho me servía. Así que tomé una determinación: "de aquí no me voy... ¡Hasta que me corran!"

No lo hicieron jamás.

Y no sólo eso:

A mediados de abril, ya con los Juegos Olímpicos a la vista, Paredes fue seleccionado para competir en La Habana, en el prestigiado torneo Córdoba-Cardín. Su actuación fue breve, pero llamó poderosamente la atención: en su primer combate, disputado palmo a palmo, se impuso a un peleador local: nocaut en el tercer asalto. Y en el siguiente, enfrentó al soviético Alexander Petrov, que le aventajaba largamente en experiencia. Pero el mexicano no se amilanó.. Impuso el duelo en corto, sin descanso, no obstante los desesperados esfuerzos de europeo por boxear a la distancia. El choque parecía desigual: ¿qué podría hacer aquel morenito, flaco -"aunque, eso sí, muy correoso"- ante aquel rubio musculoso- Nada de eso importó a Paredes, quien se fajó abiertamente con su poderoso adversario. Jadeantes, ambos púgiles esperaron la decisión. Esta fue para el soviético, por 3-2.

Paredes:

- Cómo sería la cosa que hasta los propios cubanos la protestaron ruidosamente...

Mientras tanto, otro soviético arrollaba a Uruzquieta hasta dejarlo fuera de combate en el segundo asalto.

Pero ni así Paredes sintió que los vientos de la esperanza refrescaban su panorama.

- Todos consideramos que aquella derrota de Arturo no iba a influir en la decisión final. Porque, en el boxeo, siempre está uno expuesto a una mala actuación.

No obstante y ya a sólo unos 20 días de la inauguración de los Juegos, el grupo de boxeadores fue reunido nuevamente en el gimnasio y entonces Bachvarov hizo un anuncio de lo más escueto: "Uruzquieta se queda; su lugar será ocupado por Paredes".

Paredes:

- ¡Fue una gran sorpresa para mí! ¿Como describirla?... Imposible. Siento, ahora, que fue un premio a mi constancia: nunca falté a un entrenamiento. Si no tenía dinero para los camiones, me ponía a vender envases de refrescos o hacía mandados o me iba de aventones o de mosquita en la parte trasera de un camión y a veces hasta caminando... Pero siempre llegaba puntual al CDOM.

Ir a entrenar allí me hacía sentir que era una persona importante, sana; ya no me llamaba la atención vacilar o perder el tiempo en otras cosas. Ahora aspiraba a ser interno. a quedarme en el CDOM a dormir, a hacer allí las tres comidas. Yo sentía que esa era mi casa, mi segunda casa.

Y más me animaba cada mañana cuando iba al lobby y veía esa placa enorme en la que están escritos los nombres de todos los medallistas olímpicos mexicanos. Ahí estaban los de Cabañas, Fidel, Delgado, Fabila, Zamora, Roldán, Rocha, Zaragoza... "¡Qué padre! ojalá un día yo también esté aquí", me decía. Soñaba con ver mi nombre al lado de aquellos. Y ahora tenía, tan cerca de mí, la dorada oportunidad. . . Nomás de pensar en ello se me ponía la carne de gallina.

Aquella aceptable actuación de la delegación mexicana en los Juegos Panamericanos de 1975 disputados en la capital del país, alentó a los funcionarios deportivos a enviar a un nutrido equipo nacional a competir en Montreal, aunque se mantuvieron firmes en su decisión de que viajaran sólo tres peleadores.

Y se fue la delegación mexicana a Montreal, como siempre, entre risas y promesas.

La realidad fue incruenta

Las derrotas comenzaron a sucederse.

También en boxeo.

El primero en caer fue el gran favorito, el peso mosca Ernesto Ríos, un explosivo peleador norteño.

Paredes:

- El ánimo en el equipo decayó notablemente.

Lo levantaría él mismo con una victoria en su presentación, el 20 de julio, sobre el púgil brasileño Donato Albaes.

Pero, a continuación, también Arredondo fue eliminado.

Paredes:

- Y como que me sentí morir. Si la derrota de Ríos me desmoralizó, la de Arredondo me preocupó, porque me dejaba con toda la responsabilidad. Era yo el último representante del boxeo mexicano en la justa. En el equipo se palpaba la desilusión. Había sido bien recibido mi triunfo sobre el brasileño, pero como que nadie me tenía mucha confianza para llegar a más.

Equivocación.

Paredes estaba dispuesto a todo con tal de no defraudar a nadie.

El 23 de julio, el zurdo mexicano enfrentó al japonés Yukio Odagi. Lo manejó bien, a la distancia y se alzó con una clara victoria con puntuación de 4-1.

Volvieron a aparecer las sonrisas en el equipo de boxeo.

Y las esperanzas.

- Yo andaba como perdido, obsesionado entre mi diente y mi responsabilidad -dice ' Paredes-. Así que cuando bajé del ring, real. mente me sorprendió el grito de Salvador Moreno: " ¡una victoria más y ya tienes en la bolsa la de bronce, Juanito!". . . "¿De verdad?, le pregunté.

Así era.

Así fue.

Victoria sobre Chung-Ho K¡¡. Medalla de bronce. Izamiento de bandera. Gritos. Celebraciones. Honor, honor, honor...

Sólo Paredes y Daniel Bautista -medalla de oro en 20 kilómetros de marcha- regresaban triunfantes a México.

Paredes:

- En el aeropuerto había mucha gente. Yo llegué con mi medalla colgada al cuello. Todos querían saludarme y allí estaban aquellos, mis viejos cuates de la infancia. Sobraban las felicitaciones. Foto tras foto. Que levantara los brazos, que enseñara la medalla, que vente para acá, Juanito, que me quiero retratar contigo, que si una sonrisa, campeón...

En carros, en camiones, en lo que fue posible nos fuimos a la casa. En Azcapotzalco hubo una coperacha y todo el mundo le entró para adornar la calle. Eran como las doce de la noche cuando llegamos y entonces, me emocioné todito al ver una manta gigantesca que decía: Bienvenido...

La borrachera del triunfo, pues.

Y al día siguiente, la cruda realidad:

- Me levanté con mucha hambre y pregunté qué habían hecho de almorzar. Me encontré con que nada... ¡No había ni para frijoles! Yo traía 80 dólares y se los di a mi mamá y a mi esposa, la abracé y les dije: "De ahora en adelante ya no van a sufrir". Ese día desayunamos carne, frijoles, pan y leche...

Pero después volvieron los problemas y con más fuerza. Ya Erika iba a cumplir tres años y Juan venía en camino. Mi medalla, reluciente, estaba guardada ahí, en un fino estuche de terciopelo, mientras nosotros volvíamos a los viejos tiempos.

Así que Juan se decidió y acudió en pos de ayuda a Mario Vázquez Raña, rico mueblero que tenía dos años como presidente del Comité Olímpico Mexicano y quien, en aquel entonces, mostraba interés por nuestro deporte.

Vázquez Raña obsequió 15 mil pesos a Paredes.

- Cuida ese dinero, Juan; guárdalo-, le aconsejó.

- ¿Cómo guardarlo, señor ?-preguntó él-, si no tenemos ni para comer-

- ¿Tan mal estás-...

- La verdad, sí, señor.

Vázquez Raña lo acompañó a la puerta de la oficina, llamó a su secretaria y dijo el peleador:


- Escríbeme una lista de lo que necesites y déjala aquí con mi secretaria. Voy a ver en qué te puedo ayudar.

A los 15 días llegaron los muebles a la casa del púgil.

Paredes:

- Cómo andaríamos que teníamos una televisión, sí, porque alguien nos la había regalado, pero dormíamos en el piso...

Días después, al parecer por instrucciones del regente de la ciudad, Paredes recibió las escrituras de un departamento en Azcapotzalco.

Al mes siguiente retornó al CDOM.

Y en noviembre de ese año asistió a los campeonatos Centroamericanos y del Caribe de boxeo en Kingston, Jamaica. Finalizó en segundo lugar, vencido en la final por el púgil local Clarence Robinson.

Fue su última pelea como aficionado.

Su familia seguía creciendo. Las necesidades eran cada vez mayores. Y había muchos pulpos extendiendo sus tentáculos, atrayéndolo hacia el profesionalismo.

Hasta que no pudo más.

Se despidió de su brillante carrera en -el pugilismo de aficionados e ingresó al de paga en el que debutó el 8 de mayo de 1977, en Ciudad Victoria, Tamaulipas, donde noqueó en siete rounds a José Hidalgo Castillo. Su primera derrota ocurrió al año siguiente, en Acapulco, ante Elpidio Infante. El 9 de marzo de 1979 se proclamó campeón nacional pluma, al derrotar por nocaut en 7 asaltos a Mario Villegas. No llegaría a más, a pesar de sus denodados esfuerzos. Hasta que se retiró el 30 de marzo de 1986, después de ser vencido por Heriberto Saavedra, en Los Ángeles, California.

Nada queda de aquel Chivo que no se le abría a nada ni a nadie.

Hoy es un tranquilo padre de familia que trabaja en una empresa y por las tardes, es instructor de boxeo en la delegación Gustavo A. Madero.

- ¿Para matar el gusanillo?

- Sonríe Paredes con su sonrisa franca perlada, enmarcada por los gruesos labios. Dice con su ronca voz:

- Más que eso, que también es importante para recordar... Y para enseñar a niños y jóvenes que se acercan a mí, lo que puede hacer el deporte por los desarraigados... Que con disciplina, con un poco de amor en lo que hacen pueden llegar, de la nada, a lo máximo: a ser alguien en la vida, a dar gloria al nombre de su país.

Fuente:

Medallistas Olímpicos mexicanos.
Comisión nacional del Deporte. Portal: Actívate ya.
Enero de 2004.

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