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Francisco Cabañas
Medallista de plata en Los Ángeles 1932
Boxeo

Queda sin cerrar una de las puertas del viejo, bello armario español antiquísimo, de finas maderas artísticamente labradas.
Y se esparcen, por la sala toda, los recuerdos.
Flotan en la atmósfera.
Están presentes en recortes de periódicos, en fotografías, en diplomas, en documentos.

Y, por sobre todas las cosas, presentes están en la mente de este vigoroso hombre de 75 años, quien ganó la primera medalla olímpica para nuestro país, y que ahora sujeta con firmeza una fotografía y un papel que viste el ocre color del tiempo transcurrido.

Don Francisco Cabañas los muestra, orgulloso.
- Son mis dos grandes tesoros...
Los mira, absorto. Luego sonríe bondadosamente.
- Cuente, don Francisco, por favor cuente.
- Oh, señor... Son dos largas historias.
- Tenemos todo el tiempo que usted quiera obsequiarnos.


HISTORIA PRIMERA

Esto es un vale:
"Comité Olímpico Mexicano
Dirección: Av. P. Legislativo No. 7
Apartado Postal 7974
México, D.F.

BUENO POR $300.00
Recibí del señor Francisco Cabañas la cantidad de $300.00 (trescientos pesos) como depósito de sus comidas a bordo y en la Villa Olímpica, entendiendo que él pagará el pasaje de ida y vuelta a Los Angeles.
Presidente.- GraL Tirso Hernández.
Prosecretario.- M.E. Bracho".

Lo signa el propio M.E. Bracho.

Y, de aquí en más, sólo la voz de don Francisco Cabañas:
Era el verano de 1932...
Y en México empezaron los preparativos para integrar al equipo que nos representaría en los ya inminentes Juegos Olímpicos de Los Ángeles.

El general Tirso Hernández, en aquel entonces presidente del Comité Olímpico Mexicano, daba mayor apoyo a la esgrima y el tiro.

No había, pues, muchos fondos para quienes practicaban el atletismo, y menos para quienes, como yo, queríamos ser boxeadores olímpicos.

Así que fue muy problemática la integración del equipo pugilístico, ya que para reducir los costos del envío de la escuadra, los directivos de nuestro deporte habían pensado en que nuestro boxeo fuera representado por varios pugilistas de ascendencia mexicana radicados en Los Ángeles, California. Alegaban que ellos tenían más cualidades y mayor experiencia que nosotros.

Pero, en fin, organizaron un torneo clasificatorio para definir al equipo nacional. El mayor problema sobrevino cuando se enfrentaron Chucho Nájera y Miguel Araico. Chucho era uno de los mejores boxeadores amateurs y gran favorito para ganar, pero no pudo acomodarse al estilo zurdo de Araico y perdió la decisión; muy dividida pero justa...

Se integró, pues, un equipo muy bueno. Estábamos: yo, en peso mosca; Sabino Tirado, gallo; Araico, pluma; Miguel Quintanar, ligero, y Manuel Ponce, peso completo. Pero a Quintanar y a mí nos dijeron, a unos días de la salida, que no iríamos porque no había dinero suficiente. Que si podíamos reunir lo que se necesitaba para pagar la Villa Olímpica y los gastos del viaje, lo hiciéramos, porque esa sería la única forma en la que se nos incluiría en el equipo.

Yo me descorazoné totalmente. Sentí que habían sido vanos todos mis esfuerzos y muy estúpidos todos aquellos sueños de representar a mi país en esa competencia. Mi realidad era que tenía que reunir más de 500 pesos... ¡Toda una fortuna en aquellos tiempos!

Las cosas comenzaron a mejorar poco a poco...
Lo primero que sucedió fue que Chucho Nájera, decepcionado por lo que había pasado, decidió debutar de inmediato en el profesionalismo. Su mánager, Félix Vega, que entre paréntesis era un tipo muy astuto, me invitó a la función. Vega estaba enterado, al ciento por ciento, de mi situación. Y fui a la arena a ver pelear a mi amigo, que esa noche enfrentaría a un rival de apellido Guerra. Chucho ganó la pelea y como su estilo gustó tanto, la gente comenzó a arrojar dinero al cuadrilátero. Se juntaron como 80 pesos y el anunciador informó que ese dinero recabado era para el vencedor. Chucho dió las gracias y, de repente, pidió el micrófono al anunciador y ahí, seriamente, en el centro del ring y señalándome con el índice derecho, se dirigió a los espectadores y les dijo: "este dinero no será para mí... Será para él, que es un joven y brillante boxeador aficionado que necesita juntar una cifra muy fuerte para poder ir a competir a los Juegos Olímpicos de Los Ángeles". Entonces algo dijo al promotor, volvió a tomar el micrófono y manifestó al público: "este joven es campeón nacional mosca, y les aseguro que puede ser ganador de una medalla en los Juegos, así que mucho les agradeceré su cooperación para que pueda cumplir su anhelo. Nadie se arrepentirá de ello".

Esa noche salí de la arena con 120 pesos, y con una serie de sensaciones que se encontraban. Estaba feliz y conmovido por el gesto de Chucho y por la cantidad que habíamos reunido, pero al mismo tiempo preocupado, muy preocupado... ¿De dónde iba a sacar lo que faltaba? Y si no podía hacerlo, ¿cómo devolver esa cantidad que la gente había cedido tan espontáneamente?... Y, por último, si finalmente conseguía el dinero y viajaba, había adquirido, desde ya, el compromiso de ganar una medalla. No podía defraudar a nadie.

Los días pasaban inexorablemente y no lograba reunir más dinero. Me faltaban aún ¡380 pesos! para pagar la Villa y hacer el viaje. Estaba muy deprimido. Casi no comía. Asistía al gimnasio y regresaba de inmediato para ayudar a mi madre en una pequeña tienda de abarrotes que teníamos. Evitaba ver a mis amigos de la colonia Obrera, quienes querían que yo hiciera el viaje, pero que se sentían frustrados porque no podían ayudarme económicamente. A duras penas había llegado a reunir, ya, 200 pesos. Pero...

Hasta que, al verme así, mi madre decidió ayudarme. Y me dio los 300 pesos, que eran todos sus ahorros. Ese dinero significaba el sacrificio de muchos años. No lo quise aceptar porque entendía perfectamente el esfuerzo de mi madre para reunirlos. Pero ella, finalmente madre, insistió en desprenderse de ellos para que yo pudiera ir a Los Ángeles. Llorábamos los dos cuando los acepté.

Al día siguiente, a primera hora, ya estaba yo ante el general Tirso Hernández. Entregué el dinero, el señor Bracho firmó el vale, y quedé formalmente inscrito como parte de la delegación mexicana a los Juegos de la décima Olimpiada. Con los otros 200 pesos cubrí el pago del viaje, ida y vuelta, por ferrocarril.


HISTORIA SEGUNDA


Acción en los Juegos Olímpicos.
Ya Francisco Cabañas ha ganado su pase a la final de peso mosca del torneo pugilístico. Y, con eso, se ha convertido -aunque en la misma tarde en que él dispute el oro, al tirador Gustavo Huet le sea entregada la presea de plata que conquistó en la prueba de 50 metros pequeño calibre- es el primer deportista mexicano que conquista una medalla en la todavía incipiente historia de las olimpiadas modernas.

Cae la noche en este sábado del 13 de agosto de 1932.
Don Francisco es el relator:
Se llenó la arena. Estaba repleto el Olympic Auditorium. La gente gritaba, a toda garganta, "¡México!" y repetía el grito una y otra vez. Yo sentía ese ferviente apoyo de los miles de mexicano-californianos allí congregados. Me sentían como algo suyo. Yo los sentía como algo muy mío. Eran, allí, los auténticos representantes de mi país. Yo era su esperanza de victoria. El reloj de la arena marcaba exactamente 19:12 cuando al ring subió mi pelea, en peso mosca. Gritó el anunciador: "en la esquina roja, el húngaro Stephan Enekes; en la azul, el mexicano Francisco Cabañas".

De aquella pelea, más que recordarla le voy a leer la narración que hice para la revista El Ring, una de las mejores de aquella época, unos días después de mi regreso.

El encabezado es "El robo a Cabañitas".
Dice así:
Arbitra un europeo. Posiblemente conoce muy poco de boxeo, pues se auxilia continuamente de los delegados. Raúl Talán está en mi esquina; Quintanar, mi compañero, lo ayuda como second. Bert Colima no me entiende; yo no hablo inglés y su español es precario.

- Primer round. El húngaro ataca, pero lo esquivo. Me siento muy bien, muy valiente, y repelo el ataque con un cruzado de izquierda. El se cierra. Siento que lo he dañado pues veo que se estremece. Está dolido pero alcanza a tirar varios ganchos, y asienta uno. Me doy cuenta de que su boxeo es aparatoso y que debo tener más cuidado. Es un valiente. Le he dado buenos golpes pero, aún así, siempre va adelante. Siento que gano el episodio...

- Segundo round. El húngaro sale y de inmediato empieza a tirar golpes. Varios ganchos me llegan al cuerpo, pero no retrocedo. Lo cruzo. Vuelvo a la carga y le doy una golpiza. Lo cruzo en varias ocasiones. Siento que se cae, que se desmorona. El se sujeta de las cuerdas. La multitud me aplaude. Enekes se resiste a caer pese a estar muy dañado. Siento que también he ganado este episodio y, con él, la pelea...

- Tercer round. Salimos al último asalto. Los dos estábamos muy cansados. El, como en toda la pelea, tirando muchos golpes pero que no llegan a su objetivo; un boxeo aparatoso, finalmente. De pronto, en una de esas entradas, alocadas, me pisa y ambos caemos. El réferi, de nueva cuenta, lo protege. Al único que le cuenta es a mi... ¡Mentira, eso no fue caída! La campana suena. La pelea ha terminado. Enekes, cabizbajo, se dirige a su esquina mientras que el público me abruma con aplausos. En la arena sólo se escucha el nombre de ¡México!, ¡México!...

Termina Francisco Cabañas su relato.
La fotografía, de la que se habla al principio y que está montada en un precioso marco, perpetúa aquel despojo. Muestra a Enekes casi colgado de las cuerdas, mientras el réferi adopta una actitud pasiva y Cabañas permanece expectante.
Es el recuerdo imperecedero de aquel instante en el que me sentí campeón olímpico...

No lo fue. No fue monarca.
- De pronto, me invadieron el desencanto y la rabia. Me quedé helado cuando el réferi se dirigió al húngaro y le levantó el brazo en señal de triunfo. Enekes, incrédulo, se quedó inmóvil por varios segundos, hasta que por fin dió un brinco de gusto, mientras el público dedicaba al jurado una tremenda rechifla que se alargó por varios minutos...

Los diarios de la época llamaban a aquella delegación:
"La desorganizada misión olímpica".
Era la tercera vez que un equipo mexicano competía en los Juegos Olímpicos de la era moderna.

No había tenido éxito alguno en sus dos primeras aventuras: París, 1924, y Amsterdam, 1928.

¿Lo tendría ahora?
Sí.
Así haya sido en forma escueta, los diarios publicaron:

Los Angeles, California, 12 de agosto de 1932.- El mexicano Francisco Cabañas asegura la presea de plata en la división de peso mosca de boxeo; mañana peleará en la final por la de oro ante el húngaro Stephan Enekes. Esta es la primera medalla olímpica para México.

Horas después, Gustavo Huet añadiría su nombre al de los deportistas ganadores de preseas en olimpiadas.

Eran tiempos de gran inquietud en el país. Tiempos de posguerra, en los que, además, aún estaban frescas, en alma y piel del pueblo mexicano, las heridas de la Revolución. Ya no se estremecía su suelo en los estertores de la lucha armada y habían pasado cuatro años desde el asesinato de Alvaro Obregón, pero México entero luchaba en esa difícil transición entre ser el viejo país semicolonial, rural aún, apartado del mundo no sólo por las distancias geográficas sino por su propia incultura y ser el país que se perfilaba hacia la industrialización, hacia el desarrollo, hacia la modernización. Se debatía entre sus propios conflictos; entre, todavía, sus fugaces reyertas. Pero en libertad. Y las diferencias políticas se dirimían con auto-decisiones y no con un balazo en la frente. Fue así como, por estar en desacuerdo con las frecuentes intervenciones de Plutarco Elías Calles -quien se obstinaba en ser el hombre del Poder detrás de la silla presidencial-, Pascual Ortiz Rubio dimitió a la Presidencia de la República en ese 1932 y la Cámara de Diputados eligió a Abelardo L. Rodríguez como presidente interino hasta las elecciones de 1934.
Y ya se perfilaba, con toda su fuerza, un hombre: Lázaro Cárdenas.
Así que, dentro de este panorama, el deporte. . . ¿Qué es eso?
Pero aquella noche, cuando menos, todo era diferente.
Todo sería diferente.
Los diarios estarían muy pendientes del resultado de aquel combate a más de tres mil kilómetros de distancia. Principalmente Excélsior y El Universal distrajeron un poco la atención del público y la desviaron hacia aquella pelea.
Pero había un problema:
La función sería en la noche californiana -dos horas más temprano en relación con el horario de México- y en aquel entonces no había ediciones especiales. Excélsior concibió, entonces, una maniobra para informar al público, cuando menos, del triunfo o del fracaso. En una torre de su edificio sería encendida una luz que anunciaría el resultado: verde en caso de victoria; roja en caso de derrota.
Don Francisco, entre risas:
- Me contaron que había gente, ya muy noche, que estaba ahí, frente al edificio, esperando que se prendiera la luz en la torre. Y lo malo fue que me dieron en la torre... Después me decían algunas personas: "Así que fue usted quien nos desveló aquella noche olímpíca"...

Muchas otras se preguntaron:
¿Quién es este personaje?
Pocos, muy pocos conocían su historia.
¿Quién era este elegido del destino?
Nadie sabia de donde venía...
Venía de las entrañas mismas de un país que, triunfante ya la revolución maderista, pagaba todavía con sangre el precio de su devenir histórico.

Cuando Francisco Cabañas nació -22 de enero de 1912-, meses ha que el dictador Porfino Díaz zarpó, en el Ipiranga, rumbo a su exilio europeo, pero las armas no han sido depuestas. Porque el presidente Madero ha tenido ya, que controlar una sublevación de su enemigo político, Bernardo Reyes, quien se encuentra en Estados Unidos. Y después parten las fuerzas federales a combatir a Emiliano Zapata y a Pascual Orozco, quienes desconocen a su gobierno y lo acusan de traicionar los principios de la Revolución, sobre todo en lo relativo al aspecto agrario.

El boxeo, que seria el deporte de Cabañas, se practica sin reglas y sin límite de rounds, Las peleas acabarán cuando uno de los dos combatientes se declare vencido, o con la intervención del jurado. Las funciones se realizan en la Academia Metropolitana, en el circo Welton y en el salón Nuevo México frecuentemente terminan en broncas espectaculares, porque los espectadores no aceptan las decisiones de los jueces. Es un deporte que engalana las fiestas de la alta sociedad; muy gustado en los clubes privados y espectáculos de primera en las fiestas sociales. Destacan, entre los peleadores nacionales: Fernando Colín, Cuauhtémoc Aguilar, Antonio Esperón, Mendizábal Carreño, Mexican Kid...y, entre los extranjeros, nos visita nada menos que el peleador negro Jack Johnson, quien poco después se convertía en campeón mundial de peso completo, además de Kid Pride, Kid Lavigne, Kid Houde y Mack Connell
.
1913...
Ya cumple un año el niño Francisco Cabañas Pardo.
Y su padre, que es músico -domina todos los instrumentos de aire e incluso ha actuado en Europa-, organiza una pequeña fiesta para celebrarlo, dentro de la modestia de aquella vecindad ubicada en Doctor Navarro 28. Y rompe un poco la languidez de las tardes en la colonia de los Doctores. Circulan escasos vehículos por el barrio, habitado por gente de clase media baja. Predominan las carretas y los carretones tirados por animales; poco a poco van quedando en la historia los fastuosos carruajes alados por briosos corceles. El Ayuntamiento ¡horror! registra ya 2,400 vehículos motorizados y en la Alameda se instala el primer sitio de automóviles de alquiler. Esos no son vistos por las calles de la Doctores, empedradas e insalubres, porque las tuberías del drenaje corren a las orillas de la banqueta.

Pronto son otras atmósferas y otros ruidos los que desgarran la tranquilidad de la zona.
Porque hoy es el 9 de febrero de 1913.
Y el centro de la ciudad se convierte en zona de batalla.
Hoy da inicio la llamada Decena-Trágica: Manuel Mondragón y Manuel Velázquez liberan a Félix Díaz -sobrino del dictador derrocado- y a Bernardo Reyes. Se unen los conspiradores. Es Mondragón quien dispara el primer cañonazo contra la puerta de Palacio. Y hace blanco. Los sublevados se apoderan temporalmente de Palacio y Catedral, hasta que reculan ante la ofensiva de Lauro Villar, Comandante Militar de la Plaza. Reyes y Velázquez se apoderan de la Ciudadela y la convierten en su cuartel general. Reyes encabeza entonces un segundo ataque a Palacio y muere en el intento, en el que es herido Lauro Villar. El presidente Madero nombra a Victoriano Huerta nuevo comandante. Sobre las calles empedradas ruedan ahora los cañones y galopan los caballos de las fuerzas montadas. Y corren los soldados al encuentro mortal con otros soldados. Espirales de humo se esparcen por la nitidez del cielo tan azul. Y huele a pólvora. Y ululan las sirenas de las ambulancias, que recogen heridos por doquier; para evitar epidemias, los cadáveres son apilados e incinerados en las calles. Mueren muchos civiles entre esa gente que corre, despavorida, entre las balas, enarbolando la blanca bandera de la paz. El combate se generaliza en las cercanías de La Ciudadela. Por todos lados atruena la voz tartajeante de las armas de fuego. Se pelea en Balderas y en Independencia y en la avenida Juárez y en la calle Ancha -Luis Moya- y en Niño Perdido y hay barricadas frente a la Casa de Belem y Felipe Angeles sitia La Ciudadela y se desmoronan los edificios bajo el intenso cañoneo, y se produce un armisticio -el día 16- en el que no hay acuerdo. . . Hasta que, ¡Traición!: Victoriano Huerta se entrevista en secreto con Henry Lane Wilson, embajador de.Estados Unidos, y se produce el Pacto de la Embajada, al que sucederá el Pacto de la Ciudadela, entre Huerta y los sublevados. En la noche del día 18, Huerta sorprende a Madero y al vicepresidente, José María Pino Suárez, en Palacio Nacional, los aprehende y les ofrece respetar sus vidas a cambio de que renuncien a sus cargos. No hay opción. Madero y Pino Suárez firman el día 19. La Cámara de Diputados acepta las renuncias y nombra presidente interino a Pedro Lascuráin, secretario de Relaciones, quien tendría uno de los mandatos más breves de la historia: apenas 45 minutos, en los que otorga a Victoriano Huerta el Ministerio de Gobernación y después dimite. Huerta, el siniestro calvo de oscuras gafas enmarcadas en finos aros dorados, es investido como Presidente Constitucional Interino. Tres días después, Madero y Pino Suárez son transportados a la Penitenciaria del D.F., y acribillados frente a uno de los muros del penal.
Y cobran nueva vida las fuerzas revolucionarias, ahora para combatir al mandato del terror.
Venustiano Carranza, Pablo González y Alvaro Obregón suman fuerzas e integran el Ejército Constitucionalista, al que posteriormente se adhiere la famosa División del Norte, comandada por Francisco Villa mientras que, por el sur, Emiliano Zapata continúa su tenaz lucha independiente. Pascual Orozco y Juan Andrew Almazán, entre otros, se han rendido y ahora visten el uniforme huertista.
Pronto cae el tirano.

Don Francisco:
- Y mucha gente supuso que volvería la paz a la nacion...
No seria así.
Cada líder respondió a sus expectativas y a su visión personal de lo que debería de ser el, país. Y el gobierno que lo rigiera. La lucha armada se recrudeció y durante largos años por México entero cabalgaron, cabeza con cabeza, la guerra, el hambre, la sed, la peste, la desolación... La muerte, pues. Y uno a uno fueron cayendo, víctimas de sus propias pasiones, de sus propias traiciones, de sus propias ambiciones, los legendarios caudillos de la Revolución.
Pero ya, ya hán abierto un camino...

Don Francisco:
- Afortunadamente, nosotros estábamos muy pequeños para comprender, cabalmente, lo que sucedía en nuestro país. No entendíamos aquellos horribles crímenes políticos. Por
ejemplo, yo tenía siete años cuando -10 de abril de 1919- el general Zapata fue asesinado
-en la Hacienda Chinameca, traicionado por el federal Jesús Guajardo-. Todo mundo hablaba de ello, pero yo supe lo que significaba la muerte y de su dolor, hasta que, al año siguiente -en el que también falleció Venustiano Carranza, traicionado, ejecutado en un jacal en Tlaxcalantongo el 21 de mayo- murió mi padre, víctima de una angina de pecho. La vida, entonces, nos cambió totalmente. Con el seguro que nos dejó mi padre, de mil pesos, mi madre instaló una tiendita de abarrotes, La Brisa, cuya puerta trasera se comunicaba con la vecindad en la que vivíamos y entonces tuvimos que trabajar muy intensamente los seis hermanos. Yo estudiaba la primaria.
Y ya peleaba.
En las calles. En la escuela. Donde fuera.
- Es que el boxeo -dice él-, ¿sabe?, como que lo trae uno muy adentro.
Era todavía un niño, pero en toda ocasión posible don Francisco acudía a las funciones de boxeo. Las de pugilismo amateur se presentaban en la arena Libertad, mientras que las de boxeo profesional se realizaban en las arenas Peralvillo y Degollado y en el cine Palatino -en Arcos de Belen-. El pugilismo de paga se reglamentó el 24 de agosto de 1923, cuando el Presidente y el Secretario del Ayuntamiento de la ciudad de México, respectivamente don Ramón Riverol y don Julio Jiménez Rueda, firman el decreto mediante el cual se crea la H. Comisión de Box y Lucha del D.F., cuyo primer presidente es don Manuel Muñoz.

Don Francisco:
- Yo formaba parte de un grupo de amigos que nos divertíamos básicamente en el deporte. Por ejemplo, nos gustaba mucho ir a nadar al Canal -hoy calle del Obrero Mundial-, que era una de las márgenes del Río de la Piedad hoy Viaducto. Recuerdo que una tarde -20 de julio de 1923-, en la que disfrutábamos de un sol espléndido, fué asesinado Pancho Villa -durante una emboscada en Parral, diseñada por Alvaro Obregón y ejecutada por Jesús Salas Barraza-... Otra diversión era el cine Variedades, que funcionaba en la colonia de los Doctores, como a unas seis cuadras de mi casa. Nos íbamos a galería, porque costaba cinco centavos. Su butaquería era de madera. Abajo costaba 15 centavos. Esos asientos estaban mulliditos.
Pero su afición por el pugilismo era incontenible.
Ya el boxeo profesional se presentaba, en sus noches de gala, en la recientemente inaugurada arena Coliseo. Y en ella brillaban los nombres de Babe Arismendi, Manuel Villa, Ceferino Estrada, y se formaba el famoso triángulo Joe Conde-Juan Zurita-Rodolfo Chango Casanova.

Hasta que Cabañas no pudo más.
Es de don Francisco el relato:

Era el año 26. Yo tenía 14 años y acudía a la Escuela de Constructores, en lo que ahora sería la Vocacional, allá por Tres Guerras. Quería ser ingeniero mecánico. En el camino a la escuela, cerca de La Ciudadela, se encontraba el gimnasio Fabriles, que era manejado por José Medrano, a quien auxiliaba Mike Febles. La estrella allí era Manuel Villa 1. Me metí ahí por curiosidad, nada más para ver; después me inscribí sólo para hacer un poco de ejercicio...
Y de pronto descubrí que tenía facultades para el boxeo, y que me encantaba practicar este deporte.

Sucedió que, a unos meses de haber entrado al gimnasio, me inscribí en un torneo que allí se celebró. Pesaba 39 kilogramos y combatí en una división a la que llamábamos Gran Paja. Eramos como 12 chiquillos en ese peso. Y gané. Y me gustó. Y decidí seguir.

Él siguiente paso fue el Club Internacional, que se encontraba en las calles de Tacuba y al que acudía la flor y nata del boxeo mexicano, como Alfredo Gaona, Fidel Ortiz y Carlos Orellana. El director era Rosendo Arnáiz, un profesor muy bueno y muy querido. Hablé primero con su ayudante, Jorge Costas, le dije que era boxeador y que entrenaba en el Fabriles. No dudó de mis palabras pero me dijo que, para ser admitido, tendría que pelear cóntra Chucho Nájera; que si lo vencía y causaba buena impresión, se me daría una oportunidad en el equipo.

Acepté. Me enfrenté a Chucho Nájera. El me venció en una buena pelea, muy cerrada. Pero les gustó mi estilo y me dieron la oportunidad cuando Chucho subió a peso pluma... Así entré al Club Internacional. Hice una gran amistad con Nájera, Gaonita y Fidel Ortiz, aunque todos eran mayores que yo y por eso me llamaron Cabañitas. Me gané su cariño y su confianza a base de un buen comportamiento y de un incontenible deseo de superación. En el club todos nos apoyábamos. Había una ejemplar unión. Yo, por mi parte, desde aquella derrota ante Nájera, me mantuve invicto durante cinco años.

Francisco Cabañas interrumpió sus estudios de ingeniería mecánica dos años después de haber tomado la decisión de ingresar al Club Internacional.

Y dividió así sus tiempos:
Por la mañana apoyaría a su madre en la tienda de abarrotes; entrenaría por las tardes, y por las noches estudiaría contabilidad.

1928: Juegos Olímpicos de Amsterdam.
Cuatro miembros del Club Internacional forman parte del equipo nacional de boxeo:
Raúl Talán, Fidel Ortiz, Alfredo Gaona y Carlos Orellana.
En la estación Colonia, del ferrocarril, los despide su amigo, Cabañitas. Antes de abordar el tren, le escuchan decir:
- Les prometo que voy a estar en los próximos Juegos Olímpicos.
- Lo lograrás, Cabañitas, lo lograrás...

Los Juegos de la capital holandesa fueron inaugurados el 28 de julio. Once días antes
-48 horas después de su segunda toma de posesión como Presidente de la República- y durante un almuerzo en el restaurante La Bombilla, en San Angel, murió el último gran caudillo de la Revolución: Alvaro Obregón fue asesinado a sangre fría por el fanático León Toral.

Cuatro años después, Francisco Cabañas se encontraba entre aquel centenar de jóvenes que, metidos en el albo uniforme, esperaban con cierta impaciencia la partida del tren.

La misma estación Colonia.
Los mismos amigos.
Pero ahora era él quien partía.
Y era dueño absoluto de los recuerdos.

Don Francisco:

En esos momentos lo recordaba todo: aquellas peleas representando al Club Internacional, aquel gesto de Chucho Nájera en la arena Iturbide, aquel momento en el que mi madre me entregó todos sus ahorros y los dos lloramos, aquella despedida a mis amigos que salían rumbo a Amsterdam, mi promesa... Todo eso fue mi gran aliciente: tenía que ser alguien; tenía que regresar victorioso. Había muchas cosas en juego. Mucha gente confió en mí y no podía defraudarla.

- ¡Váaamonooos!-, se alargó el grito del hombre de azul.
Decenas de manos se agitaron en señal de despedida.

El largo gusano de fierro unió todas sus partes y avanzó pesadamente, deslizándose sobre las vías.
Y partieron los atletas al encuentro consigo mismos.

Voz de don Francisco:
- El viaje de México a Ciudad Juárez fue pesado, pero muy bonito. La convivencia en el tren lo hizo menos cansado, ya que todos tratábamos con todos. Antonio Haro Oliva y yo, que éramos de los jóvenes, recibíamos el cariño, la protección de los demás.

Cuando llegamos a Ciudad Juárez nos ofrecieron una gran recepción en el Palacio de Gobierno. Al día siguiente y en autobús, nos dirigimos a El Paso, Texas, desde donde salimos rumbo a Los Angeles, otra vez por ferrocarril. Ese viaje fue más pesado. Hacía un calor insoportable, sobre todo cuando cruzamos el desierto de Yuma. No podíamos ni abrir las ventanas. íbamos allí dentro, sofocados, en mangas de camisa. Nos distraíamos un poco caminando por los pasillos.

Pero todo cambió cuando llegamos a Los Angeles. La recepción, allí, fue de lo más cálida. Nos estaban esperando un buen número de compatriotas, que nos hicieron sentirnos muy a gusto. Nos ayudaron en todo. ¿Cómo olvidar a gente como Ernesto Carmona? Bert Colima, un peleador mexicano que tenía muchos años de radicar en Los Angeles y que en 1927 había sostenido algunos combates en nuestro país, apoyó decididamente al equipo de boxeo. El no hablaba muy bien el español, pero tenía muchos deseos de ayudar. Y lo hizo. Apenas llegamos a la Villa Olímpica, nos instalamos, y de inmediato nos llevó a entrenar al famoso gimnasio de la calle Maine. Y yo allí, a los 20 años, en mi primer viaje fuera de la capital, y nada menos que representando a mi país en Los Angeles... ¡Como en un sueño!

30 de julio de 1932.
Día inaugural de los X Juegos Olímpicos de la era moderna.
El gran esfuerzo ha valido la pena:
El estadio Memorial Coliseum, construido específicamente para este acontecimiento deportivo, está lleno, en su totalidad: 105 mil espectadores colorean sus tribunas, dan calidez al acto.
Ceremonia de gran belleza y muy vistosa.
Es Charles Curtis, vicepresidente de los Estados Unidos, quien pronuncia las palabras del ritual declarando abiertas las competencias y el militar George Calnan quien toma el juramento deportivo, mientras una gran llama emerge de la antorcha y un cañón dispara diez balas de salva porque son diez, ya, las olimpiadas de la modernidad.

Don Francisco:

- La delegación mexicana fue una de las más aplaudidas por un público respetuoso que, incluso, aceptó de buena manera la solicitud hecha al través de los altavoces para que permaneciera en sus asientos 10 o 15 minutos después de que terminara la ceremonia, para que los atletas pudiéramos salir con fluidez del estadio y alcanzáramos, sin problema de tráfico, la Villa Olímpica.

Se encontraban 1,408 deportistas, representantes de 37 naciones.
Todo bien. Hasta que sucedió lo inevitable: las derrotas comenzaron a llegar a la delegación mexicana.
Este era el panorama en el equipo de boxeo:
Finalmente, el general Tirso Hernández optó por dejar fuera a los mexicano-californianos Manuel Martínez y Raúl Ocampo, y sólo permitió participar a Al Romero, un peso ligero de gran pegada y mucha calidad quien, incluso, era señalado entre los grandes favoritos para ganar una medalla. Pero Al fue descalificado en un insólito veredicto del réferi después de que, en realidad, Romero había noqueado al inglés McLane con un fuerte golpe al plexus. El resto de la escuadra siguió la misma suerte: el peso completo Manuel Ponce perdió ante el francés Gastón Mayer; Tirado -gallo- y Quintanar -welter-: fuera en su primera pelea, lo mismo que el pluma Araico, cuyo vencedor, el estadunidense Jim Haines, tampoco pudo continuar por haber sufrido una herida en la ceja izquierda.

Sólo quedaba Cabañitas.
Don Francisco:

- Yo resulté afortunado desde un principio, pues en el sorteo pasé bye la primera ronda.
- ¿Qué clase de peleador era ese Cabañitas, última esperanza de México en aquellos Juegos?
Se ruboriza don Francisco cuando de autodefinirse se trata:
- Básicamente, yo era un boxeador muy técnico. Nunca me cortaron las cejas ni tuve las llamadas orejas de coliflor. En rara ocasión me conectaban un buen golpe. Recuerdo que Fray Nano, quien era uno de los más conocidos críticos de boxeo, decía que yo era el púgil mexicano que disparaba el 1-2 más rápido. Pero, sobre todo, tenía una buena izquierda que tiraba cruzada.
Segunda ronda del torneo pugilístico.
Se presenta el peso mosca mexicano Francisco Cabañas, quien derrota al italiano Paolo Bruzzi. En su siguiente actuación, se impone al australiano Isaac Duke. Y ya está en la antesala. Si triunfa en su siguiente combate, ante el inglés Stanley Pardoe, habrá asegurado su pase a la final y, con ello, cuando menos estará segura la medalla de plata.
12 de agosto. Hoy. La pelea.
Don Francisco:
- Pardoe era un boxeador más alto que yo, delgado, rubio, y de una gran técnica. La pelea fue muy pareja. De preferencia, yo marcaba la distancia con el jab de izquierda y, en cuanto podía, clavaba el 1-2. Fue un combate de dos esgrimistas del boxeo técnico; un combate fino, de muchos golpes y muy bien ejecutados. Yo subí con un calzón negro y una camiseta color crema con una franja de listones, verdes, blancos y rojos, que iba del costado izquierdo al hombro derecho. La camiseta era de lana y tan larga que parecía uno de esos antiguos trajes de baño. Lo que yo quería era que no se me saliera del calzón. Finalmente, me impuse con toda claridad y me llevé la decisión unánime: 3-0 -en aquel entonces votaban sólo dos jueces y también el réferi en 1952-56 y 60, aumentó a tres el número de jueces y se eliminó la votación del réferi a partir de Tokio 1964 se impuso el sistema de votación de 5 jueces, que permanece hasta la actualidad.
¡Ya!... ¡Francisco Cabañas es el primer medallista olímpico mexicano!
Don Francisco:
- El sueño se había hecho realidad... ¡Imagínese nada más cómo estaría todo aquello! Era como un día de fiesta. Cuando fui a descansar en la Villa Olímpica, me esperaban ya cientos de compatriotas que festejaban esa nuestra primera medalla olímpica. Y todos me cuidaban al máximo. No querían ni que me diera el aire. Todo eso me emocionó muchísimo. Pensaba en lo satisfactorio de ese momento, aunque también sentía pena por el inglés, tan buen peleador y derrotado. Quise imaginar lo que él vivía, pero nada más me estremecí y mejor volví a mi realidad.
Al día siguiente, el Olympic Auditorium presentaba un lleno total.
De por si muy atractivo el boxeo en Los Angeles, aquella jornada final se engalanaba con la presencia de un peleador mexicano.
Y acudieron cientos de compatriotas.
Y casi el pleno de nuestra delegación.
Miles de fanáticos, sin el anhelado pasaporte a la emoción, se agolpaban ante las taquillas. Inútil. Todo había sido vendido. Boletaje agotado.
Don Francisco Cabañas subió al ring acompañado ahora no sólo por Bert Colima, sino también por don Raúl Talán, quien había sido su compañero en el Club Internacional -uno de los cuatro a los que despidió en 1928, cuando salieron hacia los Juegos Olímpicos de Amsterdam- y que hacía una escala en Los Angeles, en su viaje rumbo a Japón, donde expondría su cetro pluma de Oriente.

Don Francisco:
-Raúl me conocía bien, porque habíamos compartido muchos días en el Club Internacional, y finalmente su apoyo en la esquina resultó fantástico para mí, porque a la mera hora a Bert ni le entendía bien. Se ponía muy nervioso y gritaba mucho en inglés, y a veces en un español muy malo. Su "espangles" era una mezcla muy simpática, pero no muy oportuna en el momento en que uno tiene que recibir instrucciones en la esquina. Así que la presencia de Raúl me cayó como anillo al dedo.

Momentos antes de que diera comienzo la pelea contra Enekes, hasta la esquina de Cabañas llegó el tirador Gustavo Huet, quien lucía ya sobre el pecho la medalla de plata ganada ese mismo día. Y le dijo:
- Mirala, es muy bonita... Pero son más bonitas las de oro. ¡Gánala!
Respondió Cabañas, emocionado:
- ¡Voy por ella!... Ese húngaro está muy grandote, pero le voy a ganar.
El diálogo fue interrumpido por la llamada de los asistentes.
Cabañas fue al centro del ring a la presentación; al primer encuentro con su enemigo.
Y sonó la campana...
Y pasaron nueve minutos de acción...
Y fue emitido un fallo controversial y muy protestado.

Don Francisco:
- Me acuerdo que bajé llorando del ring. Me sentía apenado con todo el mundo. Sentía que había fallado, que no había podido ganar, para mi país y para toda aquella gente que me había apoyado, la medalla de oro. Sentía una rabia infinita y no sabía cómo expresarla; no era contra Enekes, el menos culpable de todo, sino contra aquellos jueces que me habían perjudicado.
Hasta que llegó el momento...

Don Francisco:
- Fui llamado a la ceremonia de premiación. Y entonces, como por encanto, desaparecieron toda mi frustración y toda mi rabia... Cuando subí al podio me invadió una sensación que jamás imaginé. Y eso no fue nada al compararlo con lo que sentí cuando vi que se elevaba nuestra bandera, y escuché el clamor del público, y me miré el pecho y vi la medalla.. . ¡Todo lo que representaba! Y volví a llorar. Pero ahora fue muy distinto. Fue entonces cuando comprendí la gran valía de lo que había logrado.
Terminó la aventura. Adios, Los Angeles.
Y se produjo el regreso a casa.

Don Francisco:
- El viaje de retorno fue igual de pesado que el de ida. Pero el mayor incentivo ahora, era el de estar nuevamente en casa y hablar de cada uno de los momentos vividos en aquella Olimpiada. En la estación Colonia aguardaban un grupo de amigos y de familiares. Pocos periodistas. Al día siguiente, en los diarios aparecieron un par de fotografías en las que los personajes centrales éramos Gustavo y yo. Y nada mas.
¿Premios? ¿Reconocimientos? ¿Homenajes?...
Ninguno.

Don Francisco:
- Lo menos que esperaba yo era que me pagaran esos 300 pesos que debía a mi madre y que usé para representar a mi país en el extranjero. Pero nada. Por eso conservo el vale. Como una muestra del apoyo que en aquel entonces era ofrecido al deportista.
Nada hizo el gobierno por Francisco Cabañas.
El primer homenaje que recibió el medallista fue organizado por el reportero deportivo Carlos Gómez, del diario La Prensa, quien colaboraba estrechamente, asimismo, en la celebración del torneo por los Guantes de Oro. La ceremonia se realizó en el gimnasio del parque Venustiano Carranza. Cabañas recibió un diploma y una medalla.
El segundo y último se produjo poco después, cuando la arena Iturbide cambió de local y de las calles de Tacuba pasó a Puente de Alvarado. Otro diploma. Y un caluroso aplauso del público.
Y se acabó.
Francisco Cabañas incursionó en el boxeo profesional, en el que no sostuvo más de diez combates, y de inmediato se retiró.

Don Francisco:
- Fue positivo saber qué era el boxeo profesional, haberlo vivido y no estar ahora con el gusanito de no saber qué es ni qué intereses lo mueven.
1934...
Lázaro Cárdenas es electo Presidente de la República.
El país camina ya con rumbo definido.
Ya no hay asonadas militares.
Y Cabañas es designado entrenador del equipo nacional de boxeo que competirá en los Juegos Olímpicos de Berlín, en 1936, en los que Fidel Ortiz, su ex compañero y ahora discípulo, obtiene medalla de bronce en peso gallo. Cabañas repite como técnico en los Juegos Olímpicos de la posguerra: Londres, 1948. Sin grandes logros.

Don Francisco:
A lo largo de esas experiencias comprobé mi teoría de que a unos Juegos Olímpicos, o a cualquier torneo de boxeo amateur, no deben ir fajadores. El boxeo es un deporte científico, de elegancia, de estilo, y de inteligencia sobre el ring. Sólo pugilistas con estas condiciones podrán aspirar al triunfo, a las medallas... Porque el boxeo es un deporte muy peligroso, y por él sólo podrá transitar quien haya aprendido el ABC.

Y cuenta don Francisco una anécdota:
No hace mucho tiempo que una dama se le acercó y le dijo que como él había sido un boxeador famoso, por favor enseñara a pelear a sus dos hijos, quienes no sabían defenderse.
- Con mucho gusto, señora... Tráigamelos a partir de mañana-, respondió él.
- Gracias, señor Cabañas... ¿Dónde cree usted que será más conveniente que compre los guantes?
-¿Guantes?... ¿Para qué, señora?
-¿Cómo?... ¿Pues qué no les va a enseñar a boxear?
- Señora mía, por favor. . . No es posible poner los guantes a dos personas que no saben boxear. Es imposible poner a dos niños o a dos adultos a golpearse así como así, sin saber lo que es el boxeo... Cómo mover los pies; los brazos, cómo esquivar, cómo preparar un golpe... El boxeo es un arte, señora, el arte de la defensa personal. Y aprenderlo toma mucho tiempo.
La señora jamás volvió a tocar a la puerta de la casa de la familia Cabañas.

Francisco Cabañas ve pasar el tiempo desde la placidez de su retiro.
- Soy un jubilado. Un hombre en paz con la vida, satisfecho de sí mismo.

Cuando se retiró del boxeo, entró a trabajar en la Dirección General de Educación Física, y aprovechó su presencia ahí para tomar cuanto curso era ofrecido: desde administración deportiva hasta salvavidas, pasando por basquetbol, volibol, ping pong y, obviamente, pugilismo. Posteriormente fue comisionado para enseñar boxeo en el Instituto Politécnico Nacional, después en la Universidad Nacional Autónoma de México, y en el Cuerpo de Bomberos. Aprovechó sus estudios sobre contabilidad y se contrató en un despacho de administración de bienes raíces.

Era maestro de boxeo durante las mañanas y administrador durante las tardes.
Así, a lo largo de 25 años, hasta que se retiró. Y entonces instaló un negocio de gelatinas.

Don Francisco:
- Durante todos esos años mi esposa se dedicó a administrar lo poco que ganábamos, ahorró, y ahora podemos vivir en paz.
Y muy bien.
Se respira un ambiente de tranquilidad en la confortable estancia de la casa, estilo califórniana, con sus muros de madera y tan impecablemente pulcra como este hombre, de baja estatura, que viste de traje; hombre tan limpio de espíritu como, dícese en el boxeo, "limpio" del rostro: no hay huellas de los muchos combates sostenidos. Pero ninguna. La nariz conserva su rectitud, sus cejas están intactas, su hablar es fluido, su dentadura está completa... Bailotean sus ojos grandes y expresivos detrás de las gafas; escasea el cabello, semicano, que crece ya nada más en las orillas del cráneo. Las patillas son canosas. Y hay espléndida lucidez en su charla.

Don Francisco:
- Aquí todo fue cuidar.. . Por un lado, me cuidé mucho cada vez que subí al ring. Por el otro, mi esposa -contrajo matrimonio en 1937, con doña Rosario Mejía y son padres de
cuatro hijos: Francisco, Ana María, María del Rosario y Jesús y tienen 17 nietos- cuidó cada centavo libre de que disponíamos; fue una gran ahorradora. Y ahora estamos disfrutando de aquello a lo que tanta atención dedicamos.
- Casi medio siglo como medallista olímpico, don Francisco...
Sonríe él. Bondadosamente.
Enrojecen ligeramente sus pupilas.
- Casi medio siglo de gran orgullo.
Aleja de su rostro las redondas gafas.
- Casi medio siglo de recuerdos. Que nacen, de hecho, del momento aquel que marco para siempre mi vida: el momento en que subí al podio, me dieron aquella medalla y vi nuestra bandera ondear en otros cielos... Casi medio siglo de ser un vicioso del deporte; de insistir en que éste llegue a la infancia y a la juventud de nuestro país, que son la plata y el oro de México... Porque tiene, el deporte, la gran virtud de forjar el temple y de despertar, en quien lo practica, el deseo de ser siempre el mejor. Y casi siempre lo logra. Y si no, se siente uno satisfecho por el esfuerzo realizado. Y es esa una escuela que perdura. Se aprende a ser lo mejor en todo aquello que se intenta, por duro que sea el reto.

Fuente:

Medallistas Olímpicos mexicanos.
Comisión nacional del Deporte. Portal: Actívate ya.
Enero de 2004.

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