Presentación Propósito Estrategias Calendario Inscripciones Notas del olimpo
 

Antonio Roldán Reyna
Medallista de oro
México 1968
Boxe
o

Antonio Roldán Reyna: 15 años, aprendiz de boxeador.

No espera más.

Un día cualquiera se presenta él, chiquillo alto y flaco, en la oficina de un promotor de funciones a base de peleadores amateurs, en Tlalnepantla.

- Quiero pelear, señor. Soy peso mosca y estoy invicto en 14 combates.

- ¿Ah, sí?... . A ver, muéstrame tus carteles.

- No los traigo, señor, pero qué importa. Usté nomás prográmeme y verá.

Toño Roldán:

- Así fue... Me inicié con una mentira. ¡Con una mentirota! ¿Cuáles carteles podía yo mostrar, si no había peleado nunca- Pero bien caro que me costó mentir, porque el promotor se la creyó y me programó para enfrentarme a Santos Arellano, un boxeador con buena experiencia como aficionado. Inclusive, había sido rival de Juan Favila en una pelea eliminatoria para los Juegos Olímpicos de Tokio, en 1964... Total que el combate con Arellano se realizó a Finales de ese año. Y tuve la gran suerte de ganarle por decisión. Yo pegaba y corría. Como se dice, me montaba en la bicicleta. Pero no le saqué a los cambios de golpes. Ya después pensé que había sido muy peligroso el aventarme así, sin más ni más. Ya no volví a echar mentiras de ese tipo.

Es el conjuro del nombre de Antonio Roldán el que hace vibrar los corazones de esta multitud, que ha llenado de tope en tope la Arena México, en esta jornada final -26 de octubre del torneo boxístico de los Juegos Olímpicos de 1968,

Dicen que afuera hay más, más de los 20 mil aficionados aquí reunidos, aquí estrujados, aquí impacientes...

Porque ya el peso mosca Ricardo Delgado ha dado al pugilismo mexicano su primera medalla de oro en un torneo olímpico, llevando al público al paroxismo... Y ya ha aparecido la figura de Antonio Roldán, nuestro peso pluma, allá, en lo alto del pasillo; Roldán y su mirada penetrante, su nariz aquilina, su pelo azabache cayendo en un fleco sobre la frente, su avanzar nervioso, su rostro tenso...

"¡Roldán!, ¡Roldán!, ¡Roldán! ¡México! ¡México!, ¡México! Banderas tricolores por doquier. Expectación.

Roldán y sus problemas con el peso... Roldán y sus cejas de papel...

Roldán y su rudimentario estilo...

Pero... ¡Roldán y sus pantalonzotes, compadre!

Antonio Roldán:

- Fue increíble. Nunca he visto algo similar. Sí: afuera había más gente que adentro. Incluso, cuando llegamos no podíamos entrar porque el público nos rodeó, nos apretó-. Quería hacernos sentir que nos apoyaba, que aunque perdiéramos estaría con nosotros; que ya teníamos seguras las medallas de plata... Ese día, hasta el presidente Gustavo Díaz Ordaz nos alentó. Nos envió un telegrama. Nos decía que teníamos todo su apoyo moral y que afrontábamos una gran responsabilidad con nuestro pueblo; que esperaba de nosotros no la obligación de una victoria, pero sí la obligación de dar nuestro máximo esfuerzo... Y ya estaba yo ahí, en el centro del ring, sintiendo la presión. La gente gritaba mi nombre, enardecida. Minutos antes, Ricardo había ganado la medalla de oro en peso mosca, y eso me obligaba aún más. La afición quería vivir otra vez el momento de la victoria, de la premiación, del himno, de la bandera... Y yo también.

El rival sería Alfred Robinson, un fino boxeador de color, nacido en Estados Unidos. Ya había sido derrotado por Antonio Roldán meses antes, en un torneo celebrado en Las Vegas.

Roldán:

- Pero ahora se había preparado, y muy bien. Era un buen boxeador. Resistía y pegaba fuerte. Sin duda, el contrincante más peligroso que podía haber enfrentado en aquella final. En mi esquina, la roja, Enrique Nowara me dijo: "inicia con calma; lo más importante será que cierres bien. Este gringo no será nada fácil, pero tú estás preparado para ganar, y hasta puedes noquearlo".

Se escucha el sonido del gong.

Y el ronco rugido de la multitud.

Primer round.

Describe Roldán el combate:

- Ese primer asalto fue muy tranquilo. Yo no me empleé a fondo. Seguía al pie de la letra las indicaciones de mi esquina. Esperaba cerrar con todo el corazón por delante, confiado en mi buena condición física.

En el segundo round, Robinson se me dejó venir con mucho coraje, y no tuve más remedio que rifármela. Lo paré con dos buenos ganchos al hígado. Pero él siguió, ahí, terco, forzando los cambios de golpes que eran coreados por el público. Entraba muy cerrado y me dio dos cabezazos que ameritaron que se le llamara la atención. Pero él ni caso hizo. Estaba ensimismado en vencer, como todo a que] que sube al ring, y seguía &y plan de pelea. No lo niego: me dio buenos golpes a la cara; no muy fuertes, pero sí muy precisos. El combate era duro, de poder a poder. El trataba de golpear arriba, y yo abajo, recordando la teoría boxística aquella, de que los negritos no aguantan el golpeo al cuerpo... Y la verdad sí sentía que lo iba minando poco a poco.

Faltaba como un minuto, quizá menos para que acabara ese round, cuando Robinson entró mal, tan mal que me dio un cabezazo más, sólo que éste me abrió la ceja y la sien. Fue una herida como de cuatro centímetros. De inmediato me empezó a brotar la sangre. fue impresionante. El doctor subió rapidísimo al ring. Me limpió con mucho cuidado y dijo que yo no podía continuar. El momento fue confuso. Robinson y los gringos pensaron que tenían la victoria. Pero los jueces lo descalificaron. Me dieron la decisión técnica. Yo, la verdad, no me sentí bien; no era posible que ganara o perdiera así... Quería seguir. Los doctores dijeron que de haber continuado el combate, hubiera estado en peligro de perder el ojo.

De cualquier manera, todo estaba decidido.

Antonio Roldán era campeón olímpico.

Subió a lo alto del podio. Le fue colocada la medalla de oro. Y, bajo los acordes del Himno Nacional, fue izada nuestra bandera... ¡Por segunda ocasión en esa noche!

Roldán:

Como que no podía creerlo. En mi carrera como aficionado había oído unas quince veces el himno, aquí y en el extranjero. Pero ese día, en ese momento, lo escuché como nunca. .. ¡No, como que no era el mismo himno! ¡Como que era otro!... La gente lo cantó a coro. Fue un momento sublime. Sentía como que no era yo quien estaba en el podio. Y hasta tenía miedo de cerrar los ojos porque sentía que si me dormía todo eso que estaba viviendo se me iba a olvidar. ¡Hasta las lágrimas se me salieron! Era el último deportista mexicano que daba una medalla a nuestro país en aquellos nuestros Juegos, y ésta era de oro

Se pone en guardia. Mueve los brazos. Finta a un rival imaginario.

- ¿Boxeador, yo?. . .

Ahora lanza un disparo a gol, con la pierna derecha.

- ¡No hombre! ... A mí me gustaba el futbol. Soy Chiva de corazón y, cuando chamaco, mi mayor ilusión era llegar a vestir la casaca del Guadalajara

A la orilla de un ring, ese cuadrado entre doce cuerdas que le dio tantas vivencias -Antonio Roldán es ahora un novato entrenador de incipientes peleadores- va narrando la historia.
Desde los comienzos. Desde los días aquellos, de humilde infancia, de las peleas callejeras en la colonia Atlampa... Desde aquellas mañanas en las que saliendo de la primaria, se lanzaba en veloces carreras hacia ninguna parte.

Roldán:
- Lo único que yo quería era correr. Lo hacía porque me ayudaba a tener buena condición física para jugar futbol, que era mi pasión. La movía, sí, de verdad que no lo hacía tan mal. Era centro delantero en el Cuautitlán, que después llegó a competir en la Tercera División. Era hombre de área, goleador, rápido y entrón. Y a cada partido jugado, me decía a mí mismo que había sido un paso más hacia la conquista de mi meta: alinear con las Chivas.
Pero también era un fogoso chiquillo de bravos combates callejeros, que sentía admiración por su padrino, Armando Jaimes, peleador estelar de funciones de media semana en la Arena Coliseo. Varias veces lo había acompañado hasta aquellos pestilentes salones de los baños del Jordán, donde Jaimes entrenaba con el equipo del Cuyo Hernández. Sin imaginarse jamás cuál sería su destino, Antonio cargaba la maleta de su padrino, observaba cuidadosamente los entrenamientos y después, en el barrio, ponía en práctica lo que había visto.
Hasta que, un día, Jaimes le hizo la invitación formal:
- Mira, ahijado... ¿Por qué no te metes al boxeo? Yo sé que te peleas hasta dos o tres veces por día y si vas a seguir así, mejor aprende a defenderte porque te va a hacer falta. Canaliza bien esos impulsos que tienes...
Roldán:
- Me convenció. Yo era un chavo impetuoso, valiente, al que le encantaban los golpes. Así que comencé a entrenar, y me gustó mucho el boxeo. Nomás que como me quedaba muy lejos el Jordán, preferí buscar un lugar en el estado de México, porque, aunque yo vivía en la San Simón, me crié en la colonia Atlampa. Practiqué unos meses en ese gimnasio, pero corno mis entrenadores no me querían debutar, pues que me decido y que me presento ante aquel promotor de Tlalnepantla. Ahí comenzó todo.
A principios de 1965, Antonio se inscribió en los Guantes de Oro. Todavía no cumplía los 16 años, y obviamente no tenía experiencia, aunque, dice de sí mismo: te pero con un corazón así de grande, que me hacía dar todo en cada pelea".
En ese torneo, que fue semillero de los mejores peleadores mexicanos de varias épocas, Roldán conoció, entre otros, a Rubén Olivares -a quien posteriormente uniría un compadrazgo- y a Carlos Ceballos, chamacos inquietos, traviesos, a los que se llamó la tercia del club Casanova", filial del equipo del Cuyo Hernández en lo que se refiere a pugilismo de aficionados.
Olivares y Ceballos fueron monarcas en sus respectivas divisiones. Roldán fue subcampeón, pero gustó su arrojo al practicar el pugilismo. Se había definido: sería fajadorazo, de estilo huracanado. Argumentos boxísticos que, de ahí en más, en todo combate suplirían su no tan depurada técnica.
Ya los sueños de ser futbolista, de vestir aquel famoso jersey a rayas blancas y rojas, habían quedado en el olvido.

Sólo existía el boxeo en la vida de Roldán.
Sin problemas, porque en cuanto sus' padres se enteraron de que el pugilismo se había metido en la piel de su hijo, lo instaron a que abrazara con toda seriedad esa profesión, y a que entrenara con el Cuyo Hernández y su asistente principal, el Chilero Carrillo. El se resistió durante algún tiempo: "primero quería hacerme de un nombre; sería hasta entonces cuando me presentara ante ellos".

Roldán, pues, ganó varios torneos.
Y entonces se presentó con el Cuyo.
Y así, casi sin sentirlo, ya era preseleccionado nacional.

Le robaba tiempo al tiempo. Como no pensaba en el boxeo profesional para sobrevivir, Roldán trabajaba como obrero en una fábrica en Atzcapotzalco y entrenaba por las tardes. Los estudios habían quedado atrás.
Fue inscrito en la 1a Semana Internacional, previa a los Juegos Olímpicos. Pudo haber sido campeón. Pero...
Roldán:
-Justamente dos días antes de la final murió mi padre. Y me desmoralicé muchísimo. La verdad es que no, no le eché muchas ganas y perdí ante el francés Jean Louis de Souza, quien era buen peleador, pero me quedé con la impresión de que pude haberlo derrotado, y hasta fácilmente, si no hubiera andado tan apachurrado.

En 1966 fue seleccionado para asistir a los juegos Centroamericanos y del Caribe, que se celebraron en San Juan, Puerto Rico, donde conquistó la medalla de bronce. Fue costosa aquella victoria que le aseguró la presea: se fracturó la mano derecha y ya no pudo disputar la semifinal.

En ese mismo año ganó la 11 Semana Internacional, y participó en varias confrontaciones en California, en Texas, y en torneos europeos. Acumuló un buen número de triunfos sobre rivales de importancia.

Roldán:
- Ya en ese entonces me consideraban como un buen prospecto y era de los firmes candidatos a formar parte del equipo olímpico. Pero mí mayor problema no eran los rivales, sino dar el peso pluma. Eso, y aquel ocasional dolor del corazón, era lo que más me preocupaba.

Sobre todo porque los doctores me decían que el corazón me dolía porque me latía muy rápido, y que no era aconsejable que yo fuese boxeador. Me querían sacar del equipo. Lo bueno fue que pasé, una tras otra, todas las pruebas médicas a las que fui sometido... Y lo del peso: francamente, sí tenía que sudar para eliminarlo, pero lo hacía. ¿Cómo?... Me echaba un vaporazo y perdía hasta seis kilos. Incluso Ricardo Delgado, Agustín Zaragoza y. Joaquín Rocha, entre otros que me acompañaban al vapor, se salían, asustados de mi aguante. Yo me metía hasta dos horas en el vapor. Y como si nada... Y es que, si no lo hacia, pues simplemente no podía cumplir mi gran anhelo, que era el de participar en los Juegos Olímpicos. Yo se lo había prometido a mi padre, agónico, y primero me moría en la raya que faltar a aquella palabra empeñada.

CUANDO DE OBSTACULOS
SE TRATA

No serían, ni corazón ni báscula, los únicos obstáculos de Roldán para integrar el equipo olímpico de boxeo.
Un par de meses antes de los Juegos, los dirigentes de la Federación Mexicana de Boxeo Amateur tenían dudas, aún, de si debiera ser Roldán el peso pluma olímpico porque ahí estaba Benjamín Ibáñez, con méritos similares y, quizás, mejor peleador.
Así que decidieron que Roldán e Ibáñez disputaran, en dos combates, aquel privilegio.
Roldán:
- En la primera le gané una clara decisión. Y en la segunda, ya con mucho coraje porque él no quería pelear, me quité la careta protectora, que me aviento con todo y que lo noqueo. Le di tan duro, que después hasta me arrepentí. Porque el Benja era buen cuate, muy amigo... Pero esa es la esencia del boxeo: arriba del ring hay que olvidarse de todo; porque enfrente uno ve sólo un adversario.
Una promesa ya había sido cumplida.
Pero Roldán tendría que redoblar esfuerzos porque, después de haber ganado a pulso su inclusión en el equipo, también se comprometió con su madre: ganaría, para ella, una medalla en los Juegos Olímpicos. Sería su forma de resarcirla por el mal momento que le hizo vivir aquel día en el que ella quiso festejarlo por su designación.
Roldán:
- Ya a unos días de la inauguración de los Juegos, fui a mi casa. A mi madre le dio tanto gusto saber que había clasificado y que formaba parte del equipo, que me preparó una gran comida... ¡No lo podía creer... Una comida! A mí, que llevaba una dieta muy estricta; a mí, que comía menos que un niño de tres años y que, incluso, hasta pena me daba que me vieran devorar un trozo de carne que, de tan chiquito, de un bocado me lo engullía. Esa maldita dieta me ponía tan nervioso y tan malhumorado que, sin medir las consecuencias, sin siquiera tratar de entender a mi madre, le grité: ¡Cómo me sirves esto! ¿Que no sabes que estoy a dieta y no puedo comer nada?. Aventé el plato y me paré de la mesa. Mi pobre madre se soltó a llorar. Y yo, en esos momentos de ceguera, de gran tensión, no fui capaz de conmoverme. Mis hermanos trataron de intervenir, pero también les grité. Defendieron a mi madre. ¡Está bien! -les dije-. . . Ya, ya no se preocupen. No voy a pelear. . . Quería culpar a alguien de todos los demonios que traía en mi interior.

Ese día, caminé por un buen rato antes de regresar al CDOM. Analicé todo cuidadosamente y comprendí que eran mis problemas con el peso, esa maldita dieta, lo que me tenía tan de mal humor. No vale la pena, pensé. Es mejor que esto acabe de una buena vez. Y fui a recoger mis cosas. Pero, como ya era tarde, decidí quedarme. a dormir. Al día siguiente informaría a mis entrenadores; nada más imaginaba la cara que iban a poner. También pensaba en mi madre y en el dolor que le había causado. Y ya se me hacía tarde para que amaneciera y así poner todo en orden.

Pero mi madre se sintió mal esa noche y al día siguiente, muy temprano, cuando apenas estaba arreglando mis cosas, mis hermanos fueron a verme, me hablaron de la salud de mi madre, de que ella se sentía culpable de que yo me saliera del equipo. Me pidieron que no lo hiciera, que recapacitara. Y yo allí, en la duda, hasta que de repente oí la voz de los entrenadores: ¡ya es hora de trabajar! Y, pues a trabajar. Les dije a mis hermanos que no se preocuparan, que yo continuaría en el equipo. Les pedí que, en mi nombre, ofrecieran una disculpa a mi madre, que le dijeran que competiría por ella, y que le prometía una medalla... Días después fui a la casa, pedí perdón a mi madre, regresé con su bendición... Y con el peso de recordar que una vez más había comprometido mi palabra ante un ser sagrado para mí. Así que no me quedaba de otra: ¡tenía que ganar una medalla!

Debut olímpico: martes 15 de octubre de 1968.

Primera víctima: Hwad Abdel, de Sudán, peleador fuerte y rápido. Decisión de 5-0.

Y, entre el sabor dulzón del triunfo, la hiel de un comentario de Vicente Saldívar -en ese entonces en un receso en su carrera- que irritó a Roldán:

Vicente Saldívar era mi ídolo, pero me dieron mucho coraje unas declaraciones que hizo después de mi pelea, allí, en la propia arena dijo que yo no tenía mayor porvenir, que no ganaría una medalla, que era medio malito ¿Cómo era posible que dijera eso? El había tenido la oportunidad de ir a unos Juegos Olímpicos -Roma, 1960- y no había tenido suerte ¡Por qué criticaba ahora a un compatriota- Desde ese momento, Vicente Saldívar se derrumbó del pedestal en que yo lo había colocado.

El jueves 17, segunda victoria: decisión sobre el irlandés Edward Tracey, por 4-1.

No obstante, Roldán:

- Pero yo estaba más preocupado en contestarle a Vicente que en hacer comentarios de esa pelea. Y en la conferencia de prensa, que me lanzo contra Saldívar, porque consideré que lo que había dicho era ofensivo... Incluso lo reté públicamente. Pero después habló conmigo y me aseguró que todo se había debido a la malinterpretación de un periodista; que realmente estaba muy apenado por lo sucedido, Y que se alegraba de que yo estuviera ganando.


Total que, por la intervención de un reportero, amigo mutuo, todo quedó en un apretón de manos.

Martes 22, tercera víctima: Valery Plotnikov, de la URSS. Decisión de 4-1.

¡Había sido cumplida la promesa hecha a su madre! Roldán aseguraba, ya, cuando menos la medalla de bronce.
Jueves 24, semifinales. Cuarta víctima: el keniano Philip Waruingi, por 3-2, en gran combate.

Roldán:

- En esa pelea fui más valiente que en ninguna otra. Había que echarle todo el corazón, porque el negrito, aparte de que era un gran boxeador, también sabía cambiar golpes. Fue una decisión de 3-2, apretada, sí, pero justa.

Asegurada, ya, cuando menos, la medalla de plata.

Antonio Roldán, en el umbral de la gloria.

Dentro de dos días subirá al ring a disputar el oro. En los diarios se habla de él y de Ricardo Delgado, el otro Finalista mexicano. De éste se destaca su técnica; de Roldán se dice: te es un valiente de¡ ring; un boxeador todo corazón".

El viernes fue un día de descanso. Un oasis en plena batalla. Roldán recibió la visita de sus familiares. Y buena parte de la tarde la invirtieron en leer los cientos de cartas escritas por gente que quería desearle suerte, que quería felicitarlo por lo ya logrado y alentarlo a dar el paso final.

Roldán:

- Por motivaciones no paraba, pero eso no era mi problema. Acaso, más que a Alfred Robinson doble combinación de A.R. en las iniciales de los finalistas-, yo le tenía miedo a la báscula. Y es que aquello era desesperante, porque a pesar de que seguía al pie de la letra todas las instrucciones de mis entrenadores, inexplicablemente subía de peso. Así que tuve que echarme el último vaporazo para llegar a la final. Nuevamente tenía que secarme para poder pelear. Los médicos insistían en que dejarme subir al ring en esas condiciones era riesgoso. Querían suspender el combate. Tuve que suplicarles: déjenme, por lo que más quieran.... Tengo que ganar una medalla.

Y lo decía porque me tenía una gran confianza. Conocía muy bien a mi rival, a quien poco antes había vencido en Las Vegas. Se había preparado mejor para los Olímpicos, pero yo sabía que no podría detenerme. Incluso, sus entrenadores iniciaron una guerra sicológica: Empezaron a insultarme, a decirme que esa medalla de oro se iba a ir a los Estados Unidos. Y yo, que necesitaba poco para picarme, pues que me enciendo. Y ya, ya se me hacía tarde porque llegara el momento de la pelea. Enrique Nowara y Casimiro Mazek -los experimentados entrenadores poloneses al frente del equipo- se dieron cuenta de la treta y luego luego hablaron conmigo, muy tranquilos:"las peleas no se ganan hablando", me dijeron. Tú ganarás porque eres mejor que él y porque no puedes ni defraudarte a ti mismo ni a todo un país que espera tu victoria...

El combate final.

La victoria.

Todo aquello.

Y una amargura. Esta:

- Robinson fue descalificado y, no sé, no me gustó ganar así. Incluso, me sentí mal cuando le retuvieron la medalla de plata en la ceremonia oficial. Decían que un deportista que había cometido una agresión, en este caso aquel golpe con la cabeza, no merecía una medalla. Fue muy injusto aquello. El se agachaba porque le dolían los golpes que yo le daba a los bajos, no porque tuviera malas intenciones; por eso, para rendirle homenaje, Ricardo Delgado y yo viajamos a Las Vegas en 1969, y asistimos a una ceremonia especial en la que a Robinson le fue entregada aquella medalla... Qué buen peleador era. ¡Y qué fuerte, también! Era un pluma, pero fácil parecía un welter. Y lo increíble: en 1971, Alfred murió de anemia. Nunca lo comprendí. Y de verdad que me dolió su muerte.

Pero sonríe Roldán:

- Y tanto les dolió esa derrota a los gringos provocadores, que en el libro de Life donde aparecen todos los campeones del boxeo olímpico, no incluyeron mi foto. Les dolió, vaya que si les dolió.

Volvamos, volvamos a aquella noche del 26 de octubre de 1968.

Volvamos a la felicidad de Roldán.

- De la arena, como ya era de noche, me llevaron con Jacobo, el de la televisión. Y a él también se le salieron las lágrimas; estaba, como muchos mexicanos, emocionado por esas dos medallas de oro. Me entrevistó y hasta mis familiares salieron en el programa.

Tenía, Roldán, apenas 19 años de edad.

Tan inexperto era, que puso en peligro su medalla.

Fue así:

- El día de la clausura me emocioné tanto que llevé la medalla al estadio de la Ciudad Universitaria. Y de pronto me espanté: la gente me identificó y me paseó a hombros por la pista y por la cancha... Y yo que no soltaba mi medalla. ¿Qué tal si la pierdo entre tanta gente que me abrazaba y me apretujaba?

AQUELLA RELACION
CON GUSTAVO DÍAZ ORDAZ

Sobrevinieron los momentos de reconocimiento colectivo.

Uno de los primeros en felicitar a Antonio fue el entonces presidente Gustavo Díaz Ordaz.

Recuerda Roldán:

- Cuando terminaron los Juegos me pidió que fuera a verlo a Los Pinos. Me regaló un taxi y una casa, en la Prado Vallejo, que ahora Pertenece a mi madre. Y me pidió que fuera a verlo cuando quisiera, por lo que dio órdenes de que cuando yo fuera a Los Pinos no me entretuvieran tanto en las antesalas. Me decía que esa era mi casa y que sus puertas siempre estarían abiertas para mí. Yo iba a verlo con cierta frecuencia. Ya los guardias me conocían y luego, luego me franqueaban el paso.

Por eso, cuando don Gustavo se fue a España, le escribí una carta preguntándole cómo estaba. Y me la contestó. Me decía que estaba bien y que recordaba, con alegría, aquellos gratos momentos del '68... De verdad me dolió mucho su muerte. Lo recuerdo siempre como un gran hombre, sincero, entusiasta y cariñoso con nosotros los deportistas.

Un año después de aquella victoria olímpica y como muchos otros púgiles olímpicos; que le precedieron, Antonio Roldán enfiló sus; pasos hacia el boxeo profesional.

Era, a los 20 años, y por usar un término boxístico, una garantía de taquilla para cualquier promotor: valiente, espectacular en su boxeo huracanado, dueño de una insuperable condición física y, sobre todo, dueño también de una medalla olímpica.

¿En contra?

La fragilidad de sus cejas.

Fueron problema para él desde su debut mismo.

Sangraba de ellas cuando le fue otorgada la decisión sobre el moreno estadounidense Carl Williams, al que venció en tórrido combate en ligero junior. Esto aconteció el 19 de febrero de 1969. Escenario: la plaza de El Toreo, en Cuatro Caminos.

Según Roldán, la desaparición de los promotores George Parnassus y Pablo B. Ochoa, para quienes era una carta importante, le privó de realizar una mejor carrera en el boxeo de paga. "Porque después de que ellos se fueron, todo se volvió un desgarriate. Y yo como que me desanimé".

Narra Roldán una anécdota:

- Un día no tomé muy en serio el anuncio aquel de que actuaría en Los Angeles, en una función encabezada por una doble pelea de campeonato mundial: mi compadre Rubén Olivares contra Chucho Pimentel, y Mantequilla Nápoles contra Hedgemon Lewis. Que se hacía la función, que si no, y yo que me pierdo, que me destrampo, pues. Y que me buscan: "agarra tus cosas porque mañana sales a los Estados Unidos. En una semana peleas". Y que me voy...

Ya en Los Ángeles y después de instalarme en un hotel, salí a buscar un parque para correr. Y así, de repente, me vi envuelto en un broncón: unos agentes del FBI me detuvieron decían que yo era un contrabandista dominicano, y no cedieron a pesar de que les explicaba que era un boxeador y que iba a pelear en unos días. Nunca me creyeron. Decían que mis papeles eran falsificados, y que me llevan a, sus oficinas. Allí me humillaron a su gusto. Y ya después, cuando todo se aclaró, por temor a que me deportaran no la hice más grande. Alguien me dijo que pude haberlos demandado y ganar mucho dinero. No lo hice y, pues, ni modo.

Así que, de hecho, con sólo dos días de verdadera práctica me presenté a la pelea. Mi compadre Olivares y el negro Mantequilla habían ganado sus combates. Yo subí en la pelea final. Mi rival era el Mulato Zúñiga, quien le dio una felpa de lo lindo en los dos primeros rounds. Y que me enciendo. Me olvidé de que no tenía condición, de mis cejas de papel y de todo lo demás, y del tercero al décimo nos dimos sabroso. Al final, la afición nos arrojó monedas al cuadrilátero. La decisión fue para Arturo, pero creo que lo más justo hubiera sido un empate".

Tiempo después, nueva derrota, ahora ante Mando Ramos.

Y ya.

No había amor por el boxeo profesional.

Roldán:

- No, no era lo mismo. Existía en mí el interés por el dinero, pero había perdido aquellas ilusiones que tanto me alentaban en el pugilismo de aficionados. Me fui alejando poco a poco y en 1975 sostuve mi última pelea. Nadie supo que jamás volvería a verme sobre un ring.

¿QUE VEINTIDÓS AÑOS
NO ES NADA?

Han pasado veintidós años desde aquella gesta.

Roldán se mantiene en forma. Sus cejas, su frente, quedaron marcadas por la huella imborrable del boxeo y su crueldad.

Pero el campeón olímpico mantiene el buen humor, el espíritu jovial.

Contrajo matrimonio inmediatamente después de retirarse. Su esposa es la maestra Teresa Badillo. Sus hijos: Marco Antonio, Juan Pablo y Yuset.

Antonio se dedica a la venta de artículos deportivos y, ya lo hemos dicho, es un aspirante a entrenador de boxeo.

- ¿Con aquél espíritu de los 15 años?

- ¡Con aquél!... Pero sin mentiras.

Ríe Roldán con su risa franca y sonora.

Se despide.

Dice:

- Estoy seguro de que México puede volver a tener campeones olímpicos, porque su tierra es cantera de buenos deportistas. ¿Qué se necesita?... Primero, tener apoyo, mucha decisión para . trabajar, y un ideal como el que nosotros tuvimos hace 22 años y que nos llevó a la victoria: poner en lo alto el nombre de nuestro país.

Fuente:

Medallistas Olímpicos mexicanos.
Comisión nacional del Deporte. Portal: Actívate ya.
Enero de 2004.

REGRESAR