Presentación Propósito Estrategias Calendario Inscripciones Notas del olimpo
 

Alfonso Zamora Quiroz
Medallista de plata
Boxeo
Munich 1972

Munich, Alemania Federal. Juegos de la XX Olimpiada.

4:29 del 5 de septiembre de 1972.

Duermen los atletas en la Villa Olímpica.

En unas horas despertará el boxeador mexicano Alfonso Zamora Quiroz, se vestirá para acudir a la ceremonia del pesaje, ese rito mortal que representa triunfo o derrota ante el que es, en ocasiones, el rival más poderoso al que enfrenta un púgil: su propio organismo... Y por la noche volverá al ensogado a disputar la pelea más importante de su todavía corta vida deportiva. Enfrentará al español Francisco Rodríguez. El ganador asegurará, cuando menos, una medalla de bronce.

Duerme plácidamente Alfonso, a pesar del serio compromiso.
Nada le aparta de sus sueños.

¿Nada?...

4:30 horas:

Son sombras sigilosas las que se mueven, protegidas por la oscuridad de la noche, hasta arribar al pabellón 31 de la Villa, ocupado por la delegación israelí. Las sombras son ya cuerpos violentos, en tensión, que irrumpen en un departamento. Es un comando palestino de la organización extremista Septiembre Negro; lo integran ocho fanáticos adiestrados para ofrendar sus vidas, si es necesario, con tal de lograr sus objetivos. Capturan a varios atletas israelitas. El mensaje letal de las armas de fuego rasga la cortina del silencio imperturbable.

Alfonso:

- Empezó el traca-traca, y todo mundo al suelo. Mi papá y el doctor Horacio Ramírez Mercado me agarraron de la cabeza y casi me clavaron en el piso. "Tú aquí te quedas", me dijeron, y me pusieron atrasito de un muro de cemento. Estábamos sorprendidos, aterrorizados. Me decía mi padre: "Sea lo que sea, trata de dormir, porque al rato peleas". Pero, ¿cómo iba a dormir? Los fedayines estaban agresivos de más, y el edificio de la delegación mexicana realmente se encontraba muy cerca de aquel de la tragedia. Se escuchaban disparos y una gritería infernal en todos los idiomas. En los pasillos todo mundo andaba como loco. ¿Cómo podía dormir?... Lo que sí hice fue no moverme de donde estaba. El barullo siguió, aunque ya no hubo más disparos. Allí amanecimos... A nosotros nadie nos dijo nada. Nadie sabía, a ciencia cierta, qué era lo que ocurría. Así que a las ocho de la mañana fuimos a la ceremonia del pesaje, pero no hubo tal. La función se había suspendido.

Todo se había suspendido.

Porque en el pabellón 31 de la Villa Olímpica, aquellos terroristas encapuchados que en el balcón agitaban la bandera Palestina, anunciaban que habían dado muerte ya, a dos de los deportistas israelitas, y exigían la liberación de más de 200 prisioneros árabes retenidos en cárceles judías.

Oficialmente, las autoridades alemanas y los palestinos iniciaron negociaciones en las primeras horas de la mañana. Poco después se anunciaba un acuerdo: terroristas y rehenes serían transportados hasta El Cairo, donde se liberaría a los deportistas en cuanto se hiciera lo mismo con los árabes presos en Israel. A las cuatro de la tarde fueron suspendidas todas las competencias. Y a las 10 de la noche, cumpliendo con lo establecido, tres helicópteros recogieron a extremistas y atletas y los llevaron hasta la terminal aérea, donde aparentemente, esperaba el avión en el que se haría el viaje hasta la capital egipcia. Pero, anticipando la posibilidad de que los deportistas fuesen sacrificados en tierras árabes, las fuerzas de seguridad germanas idearon un plan de rescate que falló en el último momento, cuando uno de los terroristas lo descubrió. Se produjo entonces, la terrible masacre. En el impresionante tiroteo murieron cinco de los ocho palestinos, un policía, y los nueve deportistas israelíes.

La fiesta de la juventud mundial se había teñido de rojo-sangre y se vestía ahora, con el negro del luto.

El 6 de septiembre tampoco habría combates. Ese día se ofició una misa en memoria de los deportistas caídos. Poco más tarde -10:30 horas-, y entre el desánimo colectivo se reiniciaron los Juegos.

El 7 de septiembre, a las 8 horas, por fin se celebró el pesaje para reanudar el torneo boxístico.

Por la noche...

Zamora:

- Allá iba yo, hacia el ring, cansado por la tensión propia cuando un combate tan importante es suspendido por dos días; impresionado aún por lo sucedido y con la presión de ganar, porque es nada menos que una medalla la que está en disputa. Traté de concentrarme, y entonces descubrí que sicológicamente no estaba afectado. Podía pelear esa noche, seguir mis instintos sin temor alguno. Me dolía, como a todos, lo que había sucedido, pero ahora volvía a lo mío. Y tenía que seguir adelante...

Así subió Alfonso Zamora al ring.

Descendió de él seis minutos después: había noqueado en dos asaltos a Rodríguez.

Nada podría arrebatarle ya una medalla.

Pero faltaba un obstáculo, sólo uno, para llegar a la final.

Y él lo sabía todo alrededor de las finales Porque jamás había perdido una.

No sólo eso: jamás había perdido un combate.

Y nada más tres de sus 48 peleas había llegado al límite.

Era un noqueador.

Noqueador: sinónimo en boxeo de triunfador.

Alfonso Zamora nació el 9 de febrero de 1954.

Sus padres vivían en una vecindad cerca de Garibaldi, donde el futuro medallista olímpico pasó sus primeros años.

Alfonso:

- Y las primeras palabras que escuché fueron: box, boxeo, boxeador, fajador, estilista peleador, ring, round, guantes, nocaut, decisión, réferi, jueces... Porque mi padre, creció dentro de ese ambiente, era un fanático del pugilismo. De lo único que se hablaba en casa era de los combates. Y el sábado en noche era intocable: todo mundo estaba frente al televisor para ver la función.

No obstante todo eso, Alfonso -que por mi corta estatura, porque siempre parrón, yo era un niño algo cobardón y retraído mis compañeros de la escuela siempre me agarraban de puerquito " -nunca sintió los impulsos de abrirse camino a puñetazos en el difícil sendero de la vida.

Pero conforme sus padres mudaban de casa, defenderse iba siendo un mal cada día necesario.

Sucesivamente la familia Zamora Quiroz vivió en la colonia Santa Julia, y en la bravísima colonia Guerrero.

Y el cerco se fue cerrando...

Alfonso:

- En el barrio, había que salir avante en la mayoría de las ocasiones con los puños. Yo estaba sano y fuerte, pero desde luego mi estatura no me ayudaba para nada. Todos mis amigos y mis enemigos también, eran más grandes que yo, y así era difícil que me defendiera; muchos me agarraron de su puerquito, porque no les hacía frente.

Pero un día todo cambió.

En cuarto grado de la escuela primaria Belisario Domínguez -en pleno corazón de la Guerrero-, Alfonso sufrió la enésima agresión: uno de los fortachones lo golpeó en el propio salón de clases, y la sangre comenzó a brotarle borbotones de la nariz.

Al verlo, la maestra preguntó alarmada:

- ¿Qué pasó, Zamora?

- Nada, maestra... Yo creo que por el calor me está saliendo sangre-, contestó el chiquillo, de unos 10 años.

Pues ve al baño y límpiate la cara.

Alfonso:

Salí del salón seguido de las miradas de todos mis compañeros que, cuando menos, vieron que yo no era un rajón. Fui al baño y me lavé la cara. Tenía la nariz hinchada. Cuando me vi en el espejo me pregunté: "¿por qué te dejas?... ¡Mira nomás cómo te dejaron!"... El estaba fuerte y también chaparrón. Me puse un pañuelo con agua fría en la cara y me limpié. Cuando regresé al salón, así de reojo, veía al que me había pegado. Se estaba riendo. Eso me encendió aún más, y le hice una seña de que me la iba a pagar. Cuando salimos de la escuela, ya en la calle, que lo veo y le digo: "ahora sí, ¡ya estuvo bueno! Ahora nos vamos a dar tú y yo". Empecé a mover los brazos con estilo y puse mi mirada más fiera.¡Y que se raja! Se echó a correr. Eso fue lo que más coraje me dio, porque no tuve la oportunidad de desquitarme, pero por otra parte gané confianza en mí mismo. Y se podría decir que ese día se acabó el chavo cobardón al que los más grandes agarraban de puerquito, porque en cuanto presentía que iba a haber bronca, yo me le adelantaba a todo el mundo y comenzaba a soltar las manos. Y solitos se iban cayendo...

Una nueva mudanza llevó a los Zamora Quiroz a la Unidad Tlatelolco.

Y Alfonso, uno de los más pequeños estudiantes, era sin embargo, el azote de la secundaria 16. No había enemigo para él. No había pelea en la que no venciera. El líder de la pandilla más feroz. Bronca tras bronca, día tras día, hasta que de plano lo expulsaron de esa escuela. Tuvo que concluir en la secundaria 83, también en Tlatelolco.

En una ocasión, cansado ya de las frecuentes quejas de los maestros de la escuela y de los vecinos de la unidad, y decidido a darle una lección, Alfonso Zamora padre llamó a Alfonso Zamora hijo.

¿Conque usted se siente muy salsa, no?- le preguntó.

- No papá, ¿cómo cree?-, le respondió el chamaco, ya de 13 años.

- Ya, ya sé que se anda usted peleando todo el día. Vamos a ver si de verdad es tan bueno... Ahora nos vamos a poner los guantes usted y yo.

- No, no papá...

- Ande y tráigalos.

Fue pues, Zamora por aquellos viejos guantes de vinil, uno de sus primeros regalos de Día de Reyes.

La desigual pelea empezó con ventaja para Alfonso Zamora padre, ante un inhibido Alfonso Zamora hijo. Hasta que los golpes recibidos encendieron a éste el temperamento... De repente voló el gancho izquierdo por todo lo alto de la guardia de Alfonso Zamora padre; el golpe le estalló en plena mandíbula, y cayó noqueado, mientras Alfonso Zamora hijo y su madre, Ana María Quiroz de Zamora, se veían uno al otro sin saber exactamente qué hacer. Cuando Alfonso Zamora padre se recuperó, la angustia se convirtió en una carcajada colectiva.

Días después, Alfonso Zamora padre tomaba otra decisión: había que encauzar a su hijo por el camino del boxeo, en el que podría desahogar todas sus inquietudes y que, además, serviría para imponer un poco de disciplina en su desordenada vida. Y recurrió a su amigo Ernesto Gallardo, manager de boxeo profesional, quien también vivía en Tlatelolco:

- Fíjese, Ernesto, que Poncho está terrible -Poncho, tomado de la mano de su padre, los miraba con recelo-. Se me pelea a cada rato, y ya no sabemos qué hacer con él. Creo que tiene mucha energía y hay que controlarlo.

En voz baja le contó lo del nocaut sufrido a manos de aquel fornido pequeñín de inquieta mirada. Y después de las risas, Gallardo respondió:

- No se preocupe; mándemelo al gimnasio. Ahí lo vamos a tener para que desfogue todo lo que trae adentro y para que ya no se ande peleando en la calle.

Así que apenas cumplidos los 14 años -1968-, Alfonso pisó por primera vez un gimnasio: el Jordán. Mas no lo haría como aspirante a boxeador, sino como un auxiliar de Gallardo.

Alfonso:

- Allí estaba yo, en la catedral del boxeo. Se decía que los baños del Jordán tenían un terrible gimnasio, apestoso, sucio, sin ventilación. Tal vez era cierto, pero también era cierto que no había otro más importante en México. Era la catedral del boxeo. Cuando entré, me quedé impresionado. Allí estaban los managers, los peleadores que yo veía por televisión cada miércoles y cada sábado: el Cuyo Hernández, Lupe Sánchez, Lupe Serrano, Pepe Hernández, Chucho Cuate, Cristóbal Rosas, Rubén Olivares, Chucho Castillo, José Medel, Rodolfo Martínez, Rafael Herrera... ¡Y tantos más! Simplemente me cautivó todo: la acción por aquí y por allá, el olor, el ruido de los golpes al costal, a la pera, y el famoso grito de "¡Tiempo!". . . Yo era el aguador. Aquel que limpiaba el sudor a Ricardo Arredondo, Memín Vega, Raúl Delgado, entre otros; el que les detenía los pies para que pudieran hacer abdominales, el que les tomaba el tiempo...

Pero era, también, un gran observador

Alfonso:

-Puede decirse que yo aprendí viendo, después poniendo en práctica lo que aprendía. Así me sucedió con el Alacrán Torres, ¡Qué peleadorazo! Fue mi dios, mi ídolo, desde el primer día que lo ví entrenar. ¡Qué manera de tirar el gancho! ¡Qué, manera de pegarle al costal!... Se acercaba, flexionaba el cuerpo, y izoc!, izoc!, con la chueca, y luego ¡pum!, el remate con la derecha. . . Ese día cuando todos se fueron a comer, fui a la oficina del señor Gallardo y me encontré unos calzones de boxeador muy grandes. Me los
amarré con un cinto, pues se me caían; cogí unas guanteletas y.. que me pongo a darle al costal así, así como lo había hecho el Alacrán, izquierda abajo arriba: izoc!, izoc!, izoc! y luego la derecha cruzada. Lo hice todas las veces que pude, hasta que me cansé. Y practiqué tanto esa combinación que, con el tiempo, fue mi predilecta sobre el ring.

Alfonso no dejó de ir un solo día al gimnasio

Luego vinieron los Juegos Olímpicos, aquellos del 68.

Y al ver triunfar a Ricardo Delgado, Antonio Roldán, Agustín Zaragoza y Joaquín Rocha, nació en Zamora el deseo de algún día llegar a representar a su país en una Olimpiada.

Y de ganar, también, una medalla.

Quiso el destino que lo cumpliera apenas cuatro años después.

En diciembre-de ese año, preguntó Alfonso Zamora padre a Alfonso Zamora hijo:

- ¿Qué quiere que le regale ahora que cumpla los 15 años?

- ¡Quiero que me consiga una pelea!

- ¿Una pelea?... Usted está loco.

- Y si estoy loco, entonces para qué me pregunta...

No se habló más del asunto.

Pero, al finalizar la cena de Año Nuevo, recuerda Alfonso:

- Mi papá me dijo: "ya estuvo; tendrá su pelea el día de su cumpleaños". Fue un regalote. Me contó que había ido con Gallardo y que éste le había dicho que estaba bien, que yo había aprendido mucho en el gimnasio y que veía que yo tenía muchas ganas. El me enseñaba algunas cosas, pero quien más me dedicaba parte de su tiempo era Raúl Delgado, quien me veía tan solo y con tantas ganas, que me decía cómo hacerlo... Sin embargo, más que nada aprendí viendo entrenar a todos los boxeadores y después practicando lo que me había llamado la atención. Esa fue mi mejor escuela.

Y todo se complementaba, porque Alfonso Zamora padre, quien conducía un taxi, pasaba todos los días por varios peleadores y los llevaba a correr a distintos sitios, aunque el bosque de Chapultepec y el Desierto de los Leones eran los predilectos. Alfonso Zamora hijo también iba con ellos. Y corría a su mismo ritmo. Estaba pues, en óptimas condiciones.

El 9 de febrero de 1969, el día en que se convirtió en quinceañero, Alfonso Zamora sostuvo, finalmente, su primer combate oficial.

Fue en Mixquic, Puebla.

Alfonso Zamora padre preguntó quién sería el rival de su hijo. Y se asustó cuando lo vio.

Y protestó:

- ¿Cómo con éste?... No, está muy grande para mi hijo.

- Déjelo, señor Zamora, déjelo -Gallardo trató de tranquilizarlo-; no le va a pasar nada.

- ¿Ya viste contra quién vas a pelear?-, preguntó entonces Zamora padre a Zamora hijo.

- Sí... Pero no lo voy a cargar. A este prieto me lo aviento.

Alfonso:

- Y me lo aventé. Me acordé de aquella ocasión cuando ví al Alacrán y que le meto los dos primeros golpes: izoc! y izoc!, dos ganchos, con la zurda, arriba y abajo. Venía el remate con la derecha, pero lo fallé porque mi rival ya iba rumbo a la lona. Con el segundo izoc! se desvaneció y ya no se levantó. Todo eso en el primer round. Ya era yo boxeador aficionado, ya había debutado; ya sabía lo que era un combate en serio. Me había fascinado desde los momentos previos a subir al ring, la presentación, .y después el anuncio de que había ganado, los aplausos... Ya iba siendo realidad mi sueño de ser peleador olímpico.

Continuó con su trabajo en los Jordán, y en 1970 fue inscrito en los Guantes de Oro. Ganó, por supuesto. Al año siguiente obtuvo el título de campeón del Distrito Federal y, asimismo, logró el triunfo en un certamen similar al de los Guantes de Oro, venciendo en la final a Eliseo Cosme.

Pero comenzaban los problemas: el ejercicio le había hecho embarnecer. Sus espaldas eran demasiado anchas, y muy fuertes; también bíceps y antebrazos. Pronto dejaría de ser peso mosca.

Consciente de los avances de su hijo, y del gran deseo que éste tenía de ser peleador olímpico, Zamora padre se entrevistó con Moisés Zaldívar, presidente de la Federación Mexicana de Boxeo Amateur, y le pidió que permitiera a Alfonso entrenar en el Centro Deportivo Olímpico Mexicano. Zaldívar aceptó.

Pero el aspirante tendría que pasar, primero, un examen.

Alfonso:

- Al otro día me presenté en el CDOM, y en verdad que me probaron. Me subieron con Federico Flores, un peso gallo con mucha experiencia. Nos dimos una buena tranquiza. Me dio y le di. Fue sólo un round, pero les gustó a todos. Y como me vieron con tantas ganas, pues me aceptaron. Eran los primeros meses de 1971, y los últimos días del polaco Enrique Nowara en México. Después llegaría el profesor búlgaro Stavri Bachvarov a hacerse cargo del equipo nacional de boxeo olímpico.

Pero Alfonso no se adaptó a las rígidas normas de disciplina que imperaban en el CDOM, y que a cada momento perdían la escasa flexibilidad que les quedaba, porque se acercaba, a pasos agigantados, el compromiso de los Juegos Olímpicos de Munich de 1972.

En marzo de ese año, Zamora fue despedido del CDOM.

Alfonso:

- Me corrieron por mis faltas al entrenamiento. La mera verdad es que yo iba al CDOM cuando tenía ganas de comer mucho, porque ahí podía estar todo el día en el comedor; pero, para ir a entrenar, nomás no... Lo que pasaba era que a mí no me gustaba la técnica del boxeo amateur: eso del golpecito rápido, del movimiento de piernas y ya. A mí me gustaba pegar, ir al frente con todo, no ese boxeo chiquito de ir acumulando puntos. Por eso mejor me iba a entrenar al Jordán, y cuando me presentaba en el CDOM, Bachvarov me agarraba por su cuenta. Un día, muy molesto, me dijo muchas cosas, mitad en español y mitad en búlgaro, o no sé en qué idioma. Y ya desesperado, que me jala las orejas. Me quité bruscamente, agarré mis cosas y me fui. Al otro día regresé y me dijeron en la entrada: "No puede pasar; usted ha sido corrido del CDOM ¡Zúmbale!... Ni modo. Volví a casa con la cabeza gacha. Mi papá me preguntó lo que me pasaba, y le dije todo. El, por supuesto, me regañó, y después se fue volado al CDOM para abogar por mí. Finalmente convenció al búlgaro y las puertas del CDOM me fueron abiertas nuevamente.

En aquel tiempo, el seleccionado "A" en peso gallo era Pedro Flores, un veterano boxeador, de buena técnica, que había sido medalla de oro en los Juegos Panamericanos de Cali 1971. Como preseleccionado "B", y a finales de ese año, Zamora fue enviado al campeonato, Centroamericano y del Caribe de boxeo, en Puerto Rico. Ganó el título con cuatro nocauts, no sin antes vencer dificultades extrapugilísticas.

Narra Alfonso:

Gané el derecho de pasar a la final después de vencer por nocaut al cubano Jorge Romero Blanco. Pero, al llegar al hotel, nos encontramos con que había desaparecido el costal que contenía guantes, guanteletas, peras, caretas: en fin, todos los implementos.
Alguien los había robado, y lo malo era que mi papá estaba al cuidado de ellos. Y que se arma el escándalo. Mi papá estaba muy enojado.
Gritaba, protestaba, maldecía... Andaba fúrico. Mientras todo el mundo buscaba ese famoso costal, yo continué tranquilo. Al otro día fui al pesaje y cuando regresé, mi papá me dijo:
-No peleas hasta que aparezcan esas cosas... Es más, vete de una vez a comer; no habrá pelea"

Me salí del hotel, acompañado por Arturo Borunda. Nos fuimos caminando por las calles. Yo pensaba en que no era posible dejar de pelear por un costal que se habían robado pero tenía que respetar la decisión de mi padre Nos detuvimos en un alto, antes de cruzar una avenida muy grande, y entonces le dije: "Ay, Arturo, cómo tengo ganas de esa pelea". Y él me convenció. Estuvo dále y dále: Si tienes ganas, pues pelea. Es más: yo te presto mis cosas. Andale, vamos al hotel, te cambias y nos vamos para la arena ...

El problema, entonces, fueron las cosas:

Arturo me prestó un calzón que me quedaba muy grande, pues él era peso ligero, y una camiseta que me quedaba toda guanga; las calcetas se me caían y sus zapatos eran tres números más grandes que los míos. Finalmente combatí. Y esa vez fue la única en que mi padre no me vio pelear. El tomaba un café cuando, por la radio, escuchó que yo me estaba enfrentando al panameño Luis Ávila, a quien acabé en el tercer round... Desde ese entonces se me quedó la costumbre de usar calzones grandotes me habían dado suerte.

Repentinamente, y en un giro inesperado su actividad, Pedro Flores opta por abandonar el boxeo de aficionados e ingresa al profesionalismo.

Se ha despejado el camino para el joven noqueador.

¿Quién lo frena?

Nadie.

A Munich, pues.

Llega Zamora a su cita olímpica con un récord que impresiona: invicto en 45 Peleas, de las cuales ha ganado 42 por nocaut.

No es, el suyo, un estilo netamente amateur.

Todo lo contrario: es el de un profesional, ciento por ciento: pasos firmes, guardia alta, ritmo acompasado. Peleador de pocos golpes: no necesita de muchos para ganar. Y con feroz instinto; el instinto feroz de un noqueador.

Y esa letal combinación de ganchos izquierdos abajo y arriba y derechazo cruzado...

El mismo se había sorprendido de su propio cambio.

Alfonso:

- Cuando llegamos a Munich yo era otro. Sólo pensaba en el torneo. No tenía ninguna distracción, Yo no fui a ligar alemanas ni a cambiar escuditos. Iba directamente a lo mío. Llegué con una mentalidad de triunfador, convencido de que nadie me podía parar.

El 30 de agosto de 1972 marcó su debut olímpico.

Primer rival, primer nocaut: las ilusiones del filipino Ricardo Fortaleza murieron en dos asaltos.

Segundo rival, segundo nocaut, segundo round... El alemán federal Stephan Foersted se despidió, el 3 de septiembre, de los Juegos Olímpicos de su país.

Tercer rival, tercer nocaut, segundo round: el adiós ahora fue para el español Juan Francisco Rodríguez... Aquella pelea del 7 de septiembre, cuando se reanudó el torneo boxístico.

Una medalla había sido asegurada ya, para México.

Alfonso:

- Yo sabía que era el único en la delegación que había conquistado una medalla, y que las posibilidades de que alguien más hiciera lo mismo eran muy remotas. Me invadió una especie de placer mezclado con nostalgia y con el deseo de seguir, con las ganas de seguir. Estaba a una victoria de llegar a la final. Pero ya desde entonces, como sucedería a lo largo de mi carrera profesional, enfrentaba un diario enemigo: mi propio peso. Seguía embarneciendo. Cada día me era más difícil detener la aguja de la báscula en los 54 kilogramos.

Al día siguiente, Alfonso noqueó en el tercero al estadounidense Ricardo Carrera, mientras que el veteranísimo cubano Orlando Martínez hacía lo propio con el inglés George Turpin.

Fueron 48 horas cruciales.

De angustia, de tensión; de un desquicio total que llevó a Zamora a un esfuerzo extraordinario para, finalmente, enmendar a medias un grave error.

El doctor Horacio Ramírez Mercado, que estuvo a cargo de los cuidados médicos de aquel equipo de boxeo, las recuerda con toda claridad:

"Después de aquella pelea vino un día de descanso. Era domingo. Estábamos ya a unas horas de la clausura. Alfonso fue a la báscula esa mañana y pesó 53.400 kilogramos. Todo bien. Así que cuando nos pidió permiso para ir a recorrer la ciudad, no pudimos negárselo. El no había salido para nada; no había querido descuidar ningún aspecto. Entrenaba, descansaba y peleaba. Y esa era una rutina tremenda. Tenía casi diez días de hacer lo mismo y, sobre todo, de pesarse cada mañana, de sufrir ese momento en la báscula.

Le dijimos que sí, que se distrajera, pero que tuviera mucho cuidado. Lo acompañaban Emeterio Villanueva, también boxeador, y otros atletas que ya habían terminado de competir y que sólo esperaban la clausura. Regresaron como a las cuatro de la tarde. Estaban felices. Pero Alfonso tenía que entrenar para su gran compromiso del día siguiente; nada menos que la final, contra el muy peligroso cubano. Lo subimos a la báscula, y ¡qué bárbaro!...Registró 56.800 kilos,

Gritó Alfonso Zamora padre: ¡Pues qué hiciste!...

-Nada -dijo el peleador.

- Pero, ante la obviedad, aceptó:

- Bueno... Es que cuando andábamos conociendo el centro de la ciudad, pues que nos da hambre, y nos aventamos una salchicha y una cerveza.

Se irritó el padre del boxeador:

- Una y una... Tú sabes que eso no es cierto. ¡Eres muy bruto!

Y Zamora, también alterado:

- Pues sí, pero ya está hecho.¡Ahora. háganle como quieran!


Luego se dirigió al doctor:

- No voy a dar el peso doc, mejor ái muere. No peleo.

Volvía su padre a la carga:

- ¡Cómo de que no peleas!... ¡Primero te mueres!

- Está bien, está bien... Sí peleo... ¡Háganle como quieran!

Ramírez Mercado:

- Aunque en ese momento la recriminábamos, yo trataba de entender a Alfonso, y su difícil situación: era una agotadora lucha diaria para conservarse en peso. Su anterior pelea se había suspendido dos días, lo que le había significado un esfuerzo extra. Por otro lado, había ganado, por fin, una medalla y todo el mundo, toda la delegación estaba encima de él, pues tenía la posibilidad de conquistar el título olímpico. Por último, no dejaba de ser un chiquillo de 18 años, que nunca se caracterizó por su responsabilidad. Estaba demasiado presionado. Lo que hizo fue, quitarse un poco de ese gran peso que tenía encima.

Pasado el momento de ofuscación, nos dimos a la dura tarea de volverlo al peso. Lo primero fue arroparlo, vestirlo para que sudara mucho durante el entrenamiento. Después de dos rounds de sombra subió a la báscula y apenas había perdido 300 gramos. Luego buscamos un baño sauna o un vapor en la Villa Olímpica, pero no encontramos nada. Más tarde lo metimos a la regadera con agua caliente, envuelto con toallas, y lo mismo: apenas bajó unos cuantos gramos, porque, en realidad, Alfonso no tenía mucha grasa, ni líquidos en exceso. Era de pequeña estatura, pero su complexión física correspondía a la de un hombre muy fuerte.

Ya fastidiado, Alfonso me decía: "ánda doc, mejor déme uno de esos chochitos para ir al baño y ai muere". Tras varias horas de intensa lucha apenas habíamos ganado unos 800 gramos. Como último recurso le di diuréticos, pero pasaron los minutos y no hacían efecto. Finalmente, Alfonso tomó los chochitos y se durmió a las diez de la noche. Se despertó como a las cinco de la mañana y se metió al baño. Ahí se la pasó un buen rato. Poco después, y para nuestra sorpresa, en el pesaje dio 53.300 kilogramos. ¡Estaba abajo 700 gramos! Ahora teníamos que actuar en sentido inverso: darle muchos líquidos para que no se deshidratara. A la hora de la pelea más o menos se había recuperado pero, de cualquier manera, estaba muy debilitado por aquella desgastante lucha contra sí mismo.

Ya. La final.

Por un lado, un jovencito de 18 años, que esa noche sostendría apenas su quincuagésima pelea. Por el otro, un hombre de 27 años con poco más de 180 combates.

Esos eran, respectivamente, Alfonso Zamora y Orlando Martínez.

La capacidad combativa del primero, que era su gran arma en el cuadrilátero, estaba notablemente reducida.

La experiencia, la habilidad, el boxeo sobre piernas, principales argumentos del segundo, se encontraban al ciento por ciento.

Martínez no tuvo problemas para llevarse la victoria por unanimidad de los jueces: 5-0.

Manejó a su adversario a la distancia, sin presentarle jamás un blanco fijo. Zamora, por otra parte, y en virtud de su debilitamiento, no tenía la potencia para seguirlo, para acorralarlo... Ni la resistencia para soportar los contraataques de Martínez, cuyos golpes, en mayor cantidad que potencia, le rociaban ese su rostro de finas facciones. En el segundo round, Zamora cayó a la lona por vez primera en su carrera, sorprendido por un cruzado de derecha. No obstante eso, y en un gesto que mostró el respeto que sentía por su adversario, Martínez optó por no buscar el nocaut. Era demasiado riesgoso.

Alfonso:

- Ese negrito horroroso parecía chango, y como tal se movía sobre el ring, con sus largos brazos y sus largas piernas. ¡No le pude pegar! Siempre me mantuvo a distancia. Me ganó bien, indiscutiblemente; su experiencia fue demasiado para mí. Me controló a su gusto. Ni una sola vez pude clavarle un buen izquierdazo

Sería pues, de plata su medalla.

La única con la que regresó de Munich la delegación mexicana entera.

Vio Alfonso, con ambigüedad en sus sentimientos, cómo era izada la bandera tricolor en tierras teutonas: por un lado, la alegría de que así fuera, por otro, la rabia de haber sido incapaz de que no llegara hasta lo más alto.

Pese a todo era el personaje del día.

Se suscitaron todo tipo de homenajes para aquel que había sido sucesivamente niño cobardón, líder adolescente, y peleador incontenible.

El entonces presidente Luis Echeverría le obsequió 50 mil pesos -con lo que adquirió un automóvil deportivo, cuatro años viejo- y además le dio facilidades para que, a plazos, pagara el costo de un taxi para su padre.

Alfonso:

- Y ya libre de tensiones, de apuros, dejé que me mareara la fama. Se me olvidó el gimnasio. Para mí era más importante andar con los cuates y con las amiguitas. Habían sido meses de intenso trabajo y entonces, ya famoso, quería disfrutarlo todo.

Se le abría, por otra parte, un esplendente panorama en el boxeo profesional. Era una potencial figura, y todos los managers estaban interesados por dirigirlo. El escogió a Arturo Cuyo Hernández, quien lo hizo debutar de inmediato: el 16 de abril de 1973, en Ciudad Valles, San Luis Potosí, Alfonso noqueó en dos rounds a Eraclio Amaya, y de ahí partió a una fulgurante carrera que hizo historia en la división de peso gallo: hasta la fecha, Alfonso Zamora es el único campeón mundial que ha obtenido el título no sólo invicto, sino habiendo ganado todas sus peleas -27- por nocaut. Conquistó la corona reconocida por la WBA al noquear en cuatro rounds al sudcoreano Soo Hwan Hoo, en El Forum de Los Angeles, el 14 de marzo de 1975.

Sostuvo seis combates más, los ganó todos antes del límite, y entonces protagonizó una de las más apasionantes y estrujantes peleas en la historia del boxeo: el 23 de abril de 1977 enfrentó, en duelo de campeones mundiales invictos de peso gallo, a su gran amigo y ex compañero de equipo de trabajo, Carlos Zárate, monarca reconocido por el CMB. El gran show que -pactado a 10 rounds- se llevó a cabo en El Forum que había sido, también, escenario de la coronación de Zárate -apabullante nocaut sobre Rodolfo Martínez-.

El historial de los dos combatientes era insuperable. Sumados sus récords en el boxeo amateur y en el profesional, Zamora y Zárate acumulaban 157 encuentros, con 156 victorias, y sólo una derrota -aquella final olímpica en Munich 72-. De esos 156 triunfos, 149 habían sido antes del límite, y los siete restantes por decisión; seis de ellos -tres y tres- en el boxeo de aficionados, y el último en el de paga, era de Zárate, quien no pudo noquear a Víctor Ramírez.


Sólo fueron cuatro rounds. Intensos, dramáticos. Violentos.

Zamora asumió la ofensiva. Zárate escogió el contragolpe.

En el segundo asalto, Alfonso sorprendió a su adversario con su clásico gancho izquierdo arriba. Zárate retrocedió sobre piernas flaqueantes. Las cuerdas evitaron su caída. Y cuando Alfonso se lanzaba en pos del nocaut, un individuo desconocido y estrafalario subió al ring para ejecutar una extraña danza. La pelea se suspendió momentáneamente, mientras las fuerzas de seguridad capturaban al sujeto. Zárate obtuvo así, valiosos instantes de respiro, que le permitieron recuperarse. A partir de entonces redobló sus precauciones hasta que, en el cuarto asalto, clavó un sólido derechazo sobre la mandíbula de su rival. Alfonso acusó los efectos del golpe. Zárate fue tras él. Zamora aceptó el intercambio. Afloró la crueldad de boxeo, su espectacularidad, el drama. Hasta que Alfonso, visiblemente dañado, cayó para la cuenta de los 10 segundos.

Esa derrota marcó el inicio del fin de su carrera.

Porque perdida su calidad de invicto, en su siguiente pelea -después de una inadecuada preparación-, dejó el título en las manos del panameño Jorge Luján -un rival notoriamente inferior- quien lo noqueó en 10 rounds el 19 de noviembre. Tres años después -el 19 de septiembre de 1980-, siendo ya un púgil sin ambición, concluyó su carrera. Sin fanfarrias. De cara a las luces, derrotado en tres rounds por Rigoberto Gigio Estrada.

Atrás quedó la alocada juventud.

Del boxeo que fue mí vida una sola huella: un tanto achatada la nariz.

Fresco el rostro.

Conserva Zamora la apostura.

Su cuerpo es atlético.

Vive con comodidad.

Es dueño de un restaurante y de varios autos de alquiler.

Sus mejores recuerdos, más allá de la conquista de un título mundial, son los de su paso por el boxeo de aficionados.

Alfonso:

-Tal vez porque fue como la culminación de un sueño, de mi sueño de chiquillo. Como que fue más auténtico, algo por lo que en realidad luché. En el boxeo de paga peleaba por dinero; en el de aficionados, por amor al arte y con el orgullo de representar a mi país, donde había sido escogido, entre miles, para ello. Cuando gané invicto el título mundial, se agitaban muchas banderas mexicanas en El Forum, pero nada comparable a ver cómo era izada nuestra bandera, aquella tarde en Munich.

Fuente:

Medallistas Olímpicos mexicanos.
Comisión nacional del Deporte. Portal: Actívate ya.
Enero de 2004.

REGRESAR