No veré el futbol
Jordi Soler
"No veré el futbol", dijo. Decisión fácil cuando no se tiene costumbre de verlo y se empieza, como si nada, un día cualquiera. Aunque la verdad, hacer del sábado un día cualquiera no es tan fácil. levantarse como si fuera martes, hacer café, darle Whiskas a los gatos, acompañar los primeros sorbos de la taza con las primeras páginas del libro en turno, como si fuera lunes, o jueves. No se puede mantener la ilusión de que el sábado es martes por demasiado tiempo, unas horas después la inercia del exterior ya lo inundó todo y entonces hay que abrir las ventanas para que entre el sábado y los de adentro no sufran una descompresión, como el buzo que cambia bruscamente de profundidad y entre un pataleo y otro se le revienta el sistema circulatorio. El buzo que sube bruscamente puede sintetizarse en una sola palabra: "brusco". Inmediatamente después se inclinó sobre un cuaderno para anotar la idea. Se sintió feliz, era sábado y él empezaba a trabajar con ritmo de día normal.
Es fácil decir que no se verá el futbol cuando no se tiene la costumbre de hacerlo, como un vegetariano diciendo: hoy no comeré carne y que se jodan todos. Anotó también estas ideas: "a algunos no nos gusta este juego de 22 hombres bien crecidos, de pantalón corto y camiseta de colores brillantes, corriendo sudorosos detrás de una pelotita. Y lo peor: hombres y mujeres de edad adulta emocionándose hasta las lágrimas cada vez que uno de esos adultos ridículos ejecuta algún desfiguro. Increíble".
Hacer que un sábado pareciera lunes era difícil, pero éste era peor, porque además jugaban México contra Bélgica. Desde temprano, aunque el aislamiento para defenderse del mundo era riguroso, empezaba a meterse el ruido de los televisores. Debajo de las líneas anteriores anotó éstas: "El ruido de los comentaristas de futbol que han logrado llevar la profesión de locutor a un extremo inconcebible: hablar durante 90 minutos, con lujo de inflexiones vocales, guturales y estomacales, sin decir absolutamente nada. Los espectadores, para equilibrar las cosas, nunca ponen atención a lo que el locutor no dice". Dejó la pluma y reemprendió la lectura. Bebió de su taza el cuarto trago de café. Una extradiástole lo hizo prometer, como siempre, que dejaría el café para siempre. Retomó la lectura de la correspondencia que el filósofo Leibniz enviaba a la princesa Carolina. Empezó el partido. Se dio cuenta por el murmullo de sus vecinos, que provocó una vibración ligera. A la tercera página, entre el séptimo y el octavo sorbo de café, cuando Leibniz trataba de desacreditar a Descartes ante los ojos de la princesa, otro murmullo, más sordo y más espeso puso a temblar el edificio. Seguramente el balón pasó cerca, pensó; e inmediatamente después concluyó que a Leibniz no le importaba tanto desacreditar a su colega, sino trazar una ruta emocional, inflada de conceptos filosóficos, que lo llevara a ese sitio tan soñado que era la cama de Carolina. Medio párrafo más adelante, otro murmullo, y después otro, con más volumen que los anteriores. Todo el mundo estaba pendiente del juego. "¡Qué exageración!" dijo, y repitió, "¡no veré el futbol!". Regresó al cuaderno a escribir unas líneas: "y esa frasecita de sí se puede con la que animan los fanáticos a su equipo denota, para empezar, que nunca se ha podido. Se trata de una frase derrotista, de una antiporra". Regresó al cachondeo filosófico de Leibniz, que con tal de tener sexo con la princesa Carolina, ya le andaba diciendo que su concepto de Dios, con todo y que era una simple princesita, era más complejo y sofisticado que el de Descartes. Un murmullo fuerte, al borde del grito, estremeció el edificio, la manzana y la colonia entera. Imposible pretender que era jueves ese sábado tan escandaloso. Trató de concentrarse, con toda su voluntad, pero el sábado y el futbol entraban a chorros por la ventana. Leibniz, haciendo gala de su lujuria filosófica, le pedía a Carolina una cita para explicarle más de cerca unos detalles sobre el Dios de Descartes, y cuando empezaba a decirle dónde y a qué horas podían verse, un rugido bestial, que sacudió a la ciudad entera le tiró el libro de las manos. ¡Gol de México!, gritó, y corrió a encender el televisor.
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