Prólogo
de Mario Vargas Llosa a las obras completas de Julio Cortázar
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Aquella noche de fines de 1958 me sentaron junto a un muchacho
muy alto y delgado, de cabellos cortísimos, lampiño,
de grandes manos que movía al hablar. Había publicado
ya un librito de cuentos y estaba por publicar una segunda recopilación,
en una pequeña colección que dirigía Juan
José Arreola, en México. Yo estaba por sacar, también,
un libro de relatos y cambiamos experiencias y proyectos, como
dos jovencitos que hacen su vela de armas literaria. Sólo
al despedirnos me enteré pasmado que era el
autor de Bestiario y de tantos textos leídos en
la revista de Borges y de Victoria Ocampo, Sur, el admirable
traductor de las obras completas de Poe que yo había devorado
en dos voluminosos tomos publicados por la Universidad de Puerto
Rico. Parecía mi contemporáneo y, en realidad, era
veintidós años mayor que yo.
Durante los años sesenta, y, en especial, los siete que
viví en París, fue uno de mis mejores amigos, y
también, algo así como mi modelo y mi mentor. A
él di a leer en manuscrito mi primera novela y esperé
su veredicto con la ilusión de un catecúmeno. Y
cuando recibí su carta, generosa, con aprobación
y consejos, me sentí feliz. Creo que por mucho tiempo me
acostumbré a escribir presuponiendo su vigilancia, sus
ojos alternadores o críticos encima de mi hombro. Yo admiraba
su vida, sus ritos, sus manías y sus costumbres tanto como
la facilidad y la limpieza de su prosa y esa apariencia cotidiana,
doméstica y risueña, que en sus cuentos y novelas
adoptaban los temas fantásticos. Cada vez que él
y Aurora llamaban para invitarme a cenar al pequeño
apartamento vecino a la rue de Sévres, primero, y luego
a la casita en espiral de la rue du Général Bouret
era la fiesta y la felicidad. Me fascinaba ese tablero de recortes
de noticias insólitas y los objetos inverosímiles
que recogía o fabricaba, y ese recinto misterioso, que,
según la leyenda, existía en su casa, en
el que Julio se encerraba a tocar la trompeta y a divertirse como
un niño: el cuarto de los juguetes. Conocía un París
secreto y mágico, que no figuraba en guía alguna,
y cada encuentro con él yo salía cargado de tesoros:
películas que ver, exposiciones que visitar, rincones por
los que merodear, poetas que descubrir y hasta un congreso de
brujas en la Mutualité que a mí me aburrió
sobremanera pero que él evocaría después,
maravillosamente, como un jocoso apocalipsis.
Con ese Julio Cortázar era posible ser amigo pero imposible
intimar. La distancia que él sabía imponer, gracias
a un sistema de cortesías y de reglas a las que había
que someterse para conservar su amistad era uno de los encantos
del personaje: lo nimbaba de cierto misterio, daba a su vida una
dimensión secreta que parecía ser la fuente de ese
fondo inquietante, irracional y violento, que transparecía
a veces en sus textos, aún los más mataperros y
risueños. Era un hombre eminentemente privado, con un mundo
interior construido y preservado como una obra de arte al que
probablemente sólo Aurora tenía acceso, y para el
que nada, fuera de literatura, parecía importar, acaso
existir.
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