Yo, señores, soy de Zapotlán el Grande. Un pueblo
que de tan grande nos lo hicieron Ciudad Guzmán hace
cien años. Pero nosotros seguimos siento tan pueblo que
todavía le decimos Zapotlán. Es un valle redondo
de maíz, un circo de montañas sin más adorno
que su buen temperamento, un cielo azul y una laguna que viene
y se va como un delgado sueño. Desde mayo hasta diciembre,
se ve la estatura pareja y creciente de las milpas. A veces
le decimos Zapotlán de Orozco porque allí nació
José Clemente, el de los pinceles violentos. Como paisano
suyo, siento que nací al pie de un volcán. A propósito
de volcanes, la orografía de mi pueblo incluye otras
dos cumbres, además del pintor: el Nevado que se llama
de Colima, aunque todo él están en tierra de Jalisco.
Apagado, el hielo en el invierno lo decora. Pero el otro está
vivo. En 1912 nos cubrió de cenizas y los viejos recuerdan
con pavor esta leve experiencia pompeyana: se hizo la noche
en pleno día y todos creyeron en el Juicio Final. Para
no ir más lejos, el año pasado estuvimos asustados
con brotes de lava, rugidos y fumarolas. Atraídos por
el fenómeno, los geólogos vinieron a saludarnos,
nos tomaron la temperatura y el pulso, les invitamos una copa
de ponche de granada y nos tranquilizaron en plan científico:
esta bomba que tenemos bajo la almohada puede estallar tal vez
hoy en la noche o un día cualquier dentro de los próximos
diez mil años.
Yo
soy el cuarto hijo de unos padres que tuvieron catorce y que
viven todavía para contarlo, gracia a Dios. Como ustedes
ven, no soy un niño consentido. Arreolas y Zúñigas
disputan en mi alma como perros su antigua querella doméstica
de incrédulos y devotos. Unos y otros parecen unirse
allá muy lejos en común origen vascongado. Pero
mestizos a buena hora, en sus venas circulan sin discordia las
sangres que hicieron a México, junto con la de una monja
francesa que les entró quién sabe por dónde.
Hay historias de familia que más valía no contar
porque mi apellido se pierde o se gana bíblicamente entre
los sefarditas de España. Nadie sabe si don Juan Abad,
mi bisabuelo, se puso el Arreola para borrar una última
fama de converso (Abad, de abba, que es padre en arameo). No
se preocupen, no voy a plantar aquí un árbol genealógico
ni a tender la arteria que me traiga la sangre plebeya desde
el copista del Cid, o el nombre de la espuria Torre de Quevedo.
Pero hay nobleza en mi palabra. Palabra de honor. Procedo en
línea recta de dos antiquísimos linajes: soy herrero
por parte de madre y carpintero a título paterno. De
allí mi pasión artesanal por el lenguaje.
Nací
en el año de 1918, en el estrago de la gripa española,
día de San Mateo Evangelista y Santa Ifigenia Virgen,
entre pollos, puercos, chivos, guajolotes, vacas, burros y caballos.
Di los primeros pasos seguido precisamente por un borrego negro
que se salió del corral. Tal es el antecedente de la
angustia duradera que da color a mi vida, que concreta en mí
el aura neurótica que envuelve a toda la familia y que
por fortuna o desgracia no ha llegado a resolverse nunca en
la epilepsia o la locura. Todavía este mal borrego negro
me persigue y siento que mis pasos tiemblan como los del troglodita
perseguido por una bestia mitológica.
Como
casi todos los niños, yo también fui a la escuela.
No pude seguir en ella por razones que si vienen al caso pero
que no puedo contar: mi infancia transcurrió en medio
del caos provinciano de la Revolución Cristera. Cerradas
las iglesias y los colegios religiosos, yo, sobrino de señores
curas y de monjas escondidas, no debía ingresar a las
aulas oficiales so pena de herejía. Mi padre, un hombre
que siempre sabe hallarle salida a los callejones que no la
tienen, en vez de enviarme a un seminario clandestino o a una
escuela de gobierno, me puso sencillamente a trabajar. Y así,
a los doce años de edad entré como aprendiza al
taller de don José María Silva, maestro encuadernador,
y luego a la imprenta del Chepo Gutiérrez. De allí
nace el gran amor que le tengo a los libros en cuanto objetos
manuales. El otro, el amor a los textos, había nacido
antes por obra de un maestro de primaria a quien rindo homenaje:
gracias a José Ernesto Aceves supe que había poetas
en el mundo, además de comerciantes, pequeños
industriales y agricultores. Aquí debo una aclaración:
mi padre, que sabe de todo, le ha hecho al comercio, a la industria
y a la agricultura (siempre en pequeño) pero ha fracasado
en todo: tiene alma de poeta.
Soy
autodidacto, es cierto. Pero a los doce años y en Zapotlán
el Grande leí a Baudelaire, a Walt Whitman y a los principales
fundadores de mi estilo: Papini y Marcel Schwob, junto conotro
centenera de otros nombres más o menos ilustres
Y oía canciones y los dichos populares y me gustaba mucho
la conversación de la gente de campo.
Desde
1930 hasta la fecha he desempeñado más de veinte
oficios y empleos diferentes
He sido vendedor ambulante
y periodista; mozo de cuerdas y cobrador de banco. Impresor,
comediante y panadero. Lo que ustedes quieran.
Sería
injusto si no mencionara aquí al hombre que me cambió
la vida. Louis Jouvet, a quien conocí a su paso por Guadalajara,
me llevó a París hace veinticinco años.
Ese viaje es un sueño que en vano trataría de
revivir; pisé las tablas de la Comedia Francesa: esclavo
desnudo en las galeras de Antonio y Cleopatra, bajo las órdenes
de Jean Louis Barrault y a los pies de Marie Bell.
A
mi vuelta de Francia, el Fondo de Cultura Económica me
acogió en su departamento técnico gracias a los
buenos oficios de Antonio Alatorre, que me hizo pasar por filólogo
y gramático. Después de tres años de corregir
pruebas de imprenta, traducciones y originales, pasé
a figurar en el catálogo de autores (Varia invención,
apareció en Tezontle, 1949).
Una
última confesión melancólica. No he tenido
tiempo de ejercer la literatura. Pero he dedicado todas las
horas posibles para amarla. Amo el lenguaje por sobre todas
las cosas y venero a los que mediante la palabra han manifestado
el espíritu, desde Isaías a Franz Kafka. Desconfío
de casi toda la literatura contemporánea. Vivo rodeado
por sombras clásicas y benévolas que protegen
mi sueño de escritor. Pero también por los jóvenes
que harán la nueva literatura mexicana: en ellos delego
la tarea que no he podido realizar. Para facilitarla, les cuento
todos los días lo que aprendí en las pocas horas
en que mi boca estuvo gobernada por el otro. Lo que oí,
un solo instante, a través de la zarza ardiente.
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Sólo me gustaría apuntar que confabulados o no,
el autor y sus lectores probables sean la misma cosa. Suma y
resta entre recuerdos y olvidos, multiplicados por cada uno.